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EN EL CORAZÓN DEL HORROR

Kibumba, la pequeña Ruanda

Algunos campos de refugiados logran organizarse en el infierno de Goma

Alfonso Armada

No es fácil contar almas. Pero hay varios miles en el campo de Kibumba, 30 kilómetros al norte de Goma. Desde la cima de la montaña en la que los refugiados de esta pequeña Ruanda instalada en el noroeste zaireño esperan pacientemente que la Cruz Roja Internacional inicie cada mediodía el reparto de comida, las cabañas, de paja, tierra y lona se pierden en el horizonte. Y la carretera es un río caudaloso que serpentea con decenas de miles de seres aplastados por el peso de enormes atados de leña y bidones amarillos. "El principal problema es el agua", dicen todos los refugiados ruandeses de Kibumba, hutus en su inmensa mayoría, que han de caminar durante 24 horas para proveerse de ella: "Son 21 kilómetros a la ida y otros tantos a la vuelta", dice Francis Bakunce.A Bakunce no le gusta hablar del porvenir. Y lo subraya con una mueca de sus labios firmes, pero llagados. Representante del alcalde de la comuna de Mukingi, al sureste de Ruanda, Bakunce era profesor antes del desastre. Tiene 30 años y llegó a Zaire en junio con su mujer. No tiene hijos, cosa insólita en el país de las mil colinas, uno de los territorios más densamente poblados del mundo hasta que la guerra civil que se reavivó el pasado mes de abril pusiera en marcha el éxodo. La comuna de Mukingi -10 villas y aldeas- contaba antes de la huida con 40.000 vecinos. En Kibumba, y Bakunce muestra la lista, escrita con buena letra, hay 5.247. ¿El resto? "En Ruanda, refugiados en la zona francesa, en otros campos o muertos".

El campo de Kibumba es uno de los mejor organizados de todos los que han convertido Goma en un hervidero humano de muerte. y sufrimiento. Han cavado fosas sépticas en una tierra menos áspera que en el resto del noreste zaireño. Los muertos se quedan a las puertas del campo, en los arcenes: son centenares, algunos con los miembros horrorosamente hinchados. Ayer, tras llenar sus cajas de cuerpos inertes, dos furgonetas se abrían paso entre los porteadores de agua camino de la fosa común. El campo de Kibumba cuenta con amplios horizontes, y los huidos por miedo a la muerte disponen de espacio para los suyos, sus pocas ovejas y sus vacas. Casi no hay caras viejas entre los refugiados. No en vano la esperanza de vida en Ruanda no superaba los 49 años. Ahora será todavía más escandalosa, después de los centenares de víctimas de las matanzas, el cólera y el hambre.

Ansias de venganza

Los vivos no tienen que compartir aquí el espacio (como en lo! campos de Munigi o de Mungunga) con los vecinos que se pudren y nadie tiene prisa en recoger. Apenas se ve gente de uniforme en Kibumba. Los soldados han preferido instalarse cerca de Goma, Nadie les mete en vereda, y en vez de enterrar a sus compatriotas holgazanean y se dedican al. pillaje a pequeña escala. La mayoría alberga ansias de venganza y suenan con volver a combatir a Ruanda.

Los miembros de las comunas de Kibumba se sientan en la ladera de la montaña, como si formaran parte de una estampa arrancada de la Biblia, en grupos abigarrados alrededor de un palo con el nombre de su comarca escrito en un papel. La Cruz Roja Intemacional ha llegado a un acuerdo con los jefes de comuna, que a su vez eligen a los porteadores para llevar la comida, los sacos de arroz y alubias y el aceite a su barrio. Son 80 toneladas de alimentos diarias: "Cada persona recibe 300 gramos de arroz, 200 gramos de alubias y un cuarto de litro de aceite. Es la dieta semanal para una persona", dice Protogene Nikunzingma, de 28 años, voluntario de la Cruz Roja, que no toma partido: "Soy medio tutsi y medio hutu". Su jefe, el suizo Konrad Fisler, de 44 años, que, armado con un palo, como sus subalternos, se disculpa cuando, se emplea a fondo para ahuyentar a los ladrones: "Lamento tener que usar estos métodos coloniales, pero es la única manera".

A Francis Bakunce no le gusta pensar en el porvenir, y se ríe amargamente cuando le dicen que hay garantías de seguridad para que los desplazados vuelvan a sus hogares. "Están locos", remacha, antes de concluir con una frase, que parece un enigma: "Si lo imposible fuera posible, la guerra se acabaría y llegaríamos a un compromiso". El humo de miles de fogatas se eleva sobre el verdor de esta pequeña Ruanda de bosque ecuatorial. Más allá de la suave cadena de colinas está el pasado. De momento, pocos parecen decididos a volver a él.

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