Un pequeño paso inmenso
España tiene que recorrer todavía un camino muy largo para interiorizar y aplicar las reglas de juego de una sociedad civilizada. No aplicamos esas reglas en la esfera pública, como lo demuestran los grados de corrupción de la vida política y de confusión del discurso público. No las aplicamos en la vida económica, como lo muestran el uso y abuso de la información privilegiada y la economía subterránea. Mientras no las apliquemos, la calidad de nuestra democracia y de nuestra vida social y el potencial de nuestra economía serán muy inferiores a lo que podrían, y deberían, ser. Creo que ésta es la perspectiva a largo plazo desde la que enjuiciar los acontecimientos de cada momento. Y esto incluye las elecciones del 12 de junio. Las elecciones han cambiado dramáticamente los datos de la vida política partidista, dejando un escenario de vencedores cautos y vencidos desconcertados. Todavía bajo el choque de lo ocurrido, estos últimos sueñan con recuperar lo que ellos llaman la confianza de sus electores y es, en realidad, su confianza en sí mismos. Aturdidos, dudan entre hacer un gesto visible o el gesto de no hacerlo y permanecer impasibles, tratando de crear una impresión de estabilidad. Se han construido un escenario imaginario según el cual su próxima cita con el destino es la discusión del presupuesto de otoño, y su problema, el recuento de los votos en el Parlamento. Escenario aparentemente plausible, pero que se queda corto ante la magnitud de los cambios y refleja más bien las esperanzas de gentes que no controlan ya la agenda política, ni la marcha de la economía (que esperan que "aguante"), ni la telenovela de los escándalos políticos (esa curiosa Némesis de la conciencia cívica española de estos años), que pueda enriquecerse con nuevos episodios, mórbidos, trepidantes y (en su caso) veraces.
Sea cual sea el escenario inmediato, conviene que cada cual mida sus pasos desde la perspectiva de la secuencia temporal más larga del proceso de civilización del país. Estas elecciones pueden facilitar este proceso si mejoran las reglas de la vida política y del discurso, reduciendo los grados de corrupción de una y de confusión del otro.
Primero, la corrupción. Estas elecciones son incomprensibles sacadas del contexto de los escándalos de esta primavera. Con ellos ha quedado claro que estamos delante no de unos casos aislados de corrupción política, sino de una pauta de muchos años: no unos abusos, sino unos usos; y delante de algo que sucede no en los márgenes, sino en los centros neurálgicos del aparato del Estado y de la clase política.
Pero esto, con ser grave, no es lo más grave. En todos los países hay grados variables de corrupción. Lo que distingue a unos de otros es lo que hacen cuando la descubren. Aquí se ha vivido con ella a sabiendas o a medio sabiendas, negándose a investigar lo que era secreto a voces. ¿Por qué? Simplemente, porque no se le da tanta importancia: ni era asunto tan grave, ni se pensaba que concerniera al público tanto como para darle cuenta de ello.
Podemos inquirir las razones de por qué esta percepción ha podido estar tan generalizada en (una parte, al menos, de) la clase política y en sus aledaños; quizá ello tenga que ver con los hábitos de manipulación política de una generación de españoles que se formó en una época singular de la historia de este país y está ahora viendo el final de su influencia. Pero el hecho es que se trata de una percepción profundamente errónea; porque el problema de la corrupción política sí es asunto muy grave, que concierne a los fundamentos de la democracia y, por tanto, al público.
Si el aparato del Estado permite que muchos (o bastantes) en su seno no respeten la ley, porque abusan de los fondos reservados, favorecen a sus amigos en cuestiones de interés público, se enriquecen a costa del erario y usan su oficio para borrar las huellas de sus actividades ilegales, ¿qué tipo de fuerza moral tiene el Estado para persuadir a la ciudadanía de que respete la ley? Simplemente, se convierte en un aparato coactivo sin fuerza moral. Si un partido político permite que muchos (o bastantes) en su nombre usen del Estado como de su patrimonio, lo utilicen como instrumento de sus fines partidistas (incluyendo la mejora de sus oportunidades electorales) y lo financien en fraude sistemático de la ley (incluyendo la ley fiscal que se aplica a todos), ¿qué tipo de ejemplo y de liderazgo político puede ofrecer ese partido al país? Simplemente, un ejemplo de cinismo político.
Llegados a este punto de no retorno, el problema de la corrupción política en España tiene que resolverse relativamente pronto y a la luz pública. Han de explicarse en público sus causas y sus posibles remedios, y también en público habrán de expresarse los sentimientos correspondientes: de confusión, humillación, indignación, arrepentimiento, pero también de ecuanimidad, prudencia y sentido de la justicia.
Las elecciones pueden ser un paso adelante a este respecto sólo si el tema de la corrupción permanece en el punto de mira de la ciudadanía y la clase política acepta implicarse en este proceso, dedicándole atención y pagando costes: una parte de los políticos perderá sus carreras, y los partidos habrán de perder grados de libertad (por ejemplo, someterse a las leyes del país y al escrutinio público). Inevitablemente, habrá que hacer reformas en el sistema de financiación de los partidos políticos y tomar medidas para hacer transparentes las actividades partidistas, incluida la selección de sus dirigentes (lo que sugiere la conveniencia de unas elecciones primarias para que quienes se declaren simpatizantes de un partido elijan a sus candidatos en las siguientes elecciones).
Pero el problema de la corrupción está ligado al de la confusión del lenguaje. Para creer en sus políticos, los ciudadanos tienen que saber antes lo que los políticos quieren decir con sus palabras, y especialmente con palabras como "asumimos responsabilidad por nuestros actos"; palabras donde se resume la clave del control de los políticos por los ciudadanos. La cuestión, en este caso, debería ser muy sencilla. Si a) partes importantes del aparato del Estado y del partido del Gobierno (sobre todo, pero no sólo), durante años, han realizado operaciones como si estuvieran por encima de la ley (y no sometidos a ella); si b) el Gobierno no ha cumplido su obligación de velar por la aplicación de la ley, especialmente por parte del aparato del Estado (y de su propio partido), porque ha sido descuidado en la elección de las personas, negligente en la vigilancia de aquellos trasiegos, remiso en su des-
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