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La vanguardia

Después del célebre paseo de Leopold Bloom por Dublín, nada volvería a ser igual en la novela contemporánea. Aunque leyendo esa obra prodigiosa que es el Retrato del artista adolescente -Dámaso Alonso lo tradujo en una versión memorable-, a uno le entran ganas de recriminarle a Joyce que escribiera Ulises, hay algo que hoy se nos impone con la evidencia de la fatalidad: era necesario que alguien lo hiciera. La historia del arte iba por ahí: al impresionismo había sucedido el cubismo, a la creación sacrosanta la sublimación del objeto industrial. Alguien tenía que ajustarle las cuentas al realismo y abrir un tiempo nuevo para la novela. Nuevo o terminal, según se quiera ver. Tal es el alcance de Ulises.

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Otro contemporáneo de Joyce, y no menos genial que él, Proust, tomó un camino distinto: utilizar los materiales del decadentismo y aplicarles las nuevas concepciones filosóficas del tiempo. Surgió así En busca del tiempo perdido, un monumento sin duda, pero un monumento integrador, conciliador, donde la narración se hace lirismo, donde la crónica se vuelve análisis, introspección, donde el fraseo envolvente va desgranando situaciones, pasiones y personajes, donde la vieja retórica aún reina soberana. Pero Proust sigue siendo un clasicista, un genio que redime a la gran novela del XIX. La vanguardia se llamó Joyce. Proust fue a la literatura lo que Mahler a la sinfonía; Joyce, en cambio, fue la música dodecafónica.

A Dios, con Ulises, a la trama, a la psicología, a la lógica cartesiana del lenguaje. Trama: lo que pasa en una novela carece de importancia; lo importante es cómo se dice lo que pasa, si es que pasa algo. Psicología: Joyce pisa un territorio intransitado, y por eso, sus criaturas novelescas se rebelan contra el dios narrador que todo lo sabe: es ahora el imperio del monólogo interior, el fluir libre de la conciencia, el delirio ensimismado de, por ejemplo, una Molly Bloom sedienta de amor. Lenguaje: la lengua es un manadero incesante de usos y palabras.

Todos los registros verbales -altos, bajos, medianos- son posibles, todas las variedades, todos los neologismos. La novela -el texto- es una esponja gigantesca que absorbe cualquier cosa que se ponga a su alcance. Liberado de las convenciones, el autor, rey absoluto, recrea, desfigura, transforma, alude, recuerda a su modo citas literarias, fragmentos de ópera, canciones, extranjerismos, chistes, juegos de palabras...

"Me he hecho inmortal para 150 años", parece haber dicho Joyce pensando en la afanosa muchedumbre de eruditos y exegetas que iban a demorarse en los arcanos y secretos de Ulises, tan pacientemente cifrados, tan cuidadosamente construidos. Ya han pasado 72 desde su publicación y no parece que esa inmortalidad corrapeligro.

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