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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Listado sanitario

SABER DE antemano qué puede esperarse de un servicio público es una condición básica para que funcione bien. Ello facilita al ciudadano hacer un uso racional de ese servicio (no demandarlo a ciegas), y le permite reclamar, en caso de que no funcione, con conocimiento previo de cuál ha sido el derecho o la prestación no cumplimentados a su satisfacción. Desde ese punto de vista, el catálogo de prestaciones sanitarias al que acaba de dar luz verde el Consejo Interterritorial de Salud, integrado por todas las comunidades autónomas como paso previo a su aprobación por el Gobierno, representa un indudable avance. Sin embargo, nada hace presuponer que el catálogo diseñado -más bien un listado de las prestaciones existentes y un libro de bolsillo para uso de los ciudadanos- suponga avance alguno en cuanto a "una evaluación rigurosa del Sistema Nacional de Salud" y "a una mejora de su gestión", como se prometió al anunciarse su elaboración en octubre pasado.El temor de que dicho catálogo sirva para efectuar una poda pura y dura de tratamientos médicos y sanitarios eficaces, dado el agujero de medio billón de pesetas con el que la sanidad pública contribuye al déficit presupuestario, no se ha confirmado. Pero deja abierto algún portillo por el que, en el futuro, puede introducirse ese recorte. El hecho de que no se consideren incluidas las prestaciones respecto de las que "no exista suficiente evidencia científica sobre su seguridad y eficacia clínicas", o que no hayan probado su "contribución eficaz a la prevención, tratamiento o curación de las enfermedades", parece, en principio, aceptable. Pero la cuestión es quiénes definen esos requisitos y cómo se aplicarán luego a los diversos campos de la atención sanitaria. Si la decisión queda en manos exclusivamente de las autoridades sanitarias, el riesgo de una exclusión meramente economicista -por el solo criterio de su coste- es considerable. Algo que no ocurriría si también intervinieran en esa decisión los estamentos sanitarios y las organizaciones de usuarios. Tal participación añadiría credibilidad y aceptación social al proceso de definición y selección.

Nadie puede cuestionar la necesidad de que el modelo sanitario público, como el resto de los servicios sociales, se adapte a la crisis económica y a las limitaciones presupuestarias. Lo que puede ser cuestionable, sin embargo, es el método con el que se toman decisiones que afectan a la gran mayoría de ciudadanos y en aspectos esenciales para su salud y calidad de vida. Esta cuestión del método reaparece también en un ámbito básico para el usuario de la sanidad pública: el de la inclusión de futuras prestaciones de acuerdo con la evolución de las patologías y el nivel de salud de la población. De nuevo se afirma que esa inclusión se efectuará sin problema alguno tras una evaluación previa de la eficacia clínica y de la seguridad científica de la nueva prestación, pero no se concretan los mecanismos de análisis y de decisión para realizar esa tarea. Esa vaguedad se manifesta igualmente en el traslado al ámbito de los servicios sociales de algunas de las prestaciones que hasta ahora se ofrecen en el sanitario. La medida es coherente, pero la falta de concreción para su ejecución permite albergar dudas.

El catálogo tiene utilidad informativa. Constituye un compromiso "por escrito" sobre las prestaciones básicas sanitarias que tienen garantizadas los ciudadanos. No supone ningún recorte respecto a las actuales prestaciones. Pero su existencia augura el principio del fin del carácter universal -la pretensión de cubrirlo todo- del actual modelo sanitario público.

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