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Estelas parlamentarias

Joaquín Estefanía

Afortunadamente, el Parlamento español ha tomado vitaminas durante los últimos días. La sesión de la Comisión de Economía del Congreso de los Diputados, en la que compareció Mariano Rubio, y el debate sobre el estado de la nación han proporcionado un tono político, casi desconocido en la Cámara de representantes, justamente acusada de alejarse de forma permanente de la vida cotidiana de los ciudadanos.Ha contribuido a ello de modo fundamental la presencia de los medios de comunicación audiovisuales, esencialmente la televisión. Cada vez con más frecuencia esta sociedad deviene en mediática, lo que condiciona no sólo la trascendencia de los mensajes, sino los contenidos y hasta las apariencias adquiridas por sus protagonistas públicos.

En estas jornadas han emergido varios estilos parlamentarios diferenciados, sobre los que conviene hacer alguna reflexión, pues la valoración de los mismos también sirve para escoger electoralmente y para profundizar en los valores que realmente (al margen de declaraciones vacuas) defiende cada opción política. El primero de ellos lo representa el diputado socialista Hernández Moltó, que dirigió la andanada más robusta contra el ex gobernador del Banco de España Mariano Rubio. Extremadamente inquisitorial en sus formas, la intervención de Moltó quintaesenció una sesión hosca y desagradable -como correspondía al asunto en cuestión: la corrupción mediante fraude fiscal o tráfico de influencias-, que supone un paso atrás en los niveles de tolerancia de los que nos habíamos dotado los españoles desde hace casi dos décadas.

La asunción del papel de fiscal de película, no de investigador parlamentario, por parte del diputado, remite al espectáculo de una sociedad predemocrática en la que no está clara la división de poderes. No es deseable que los diputados puedan insultar a un ciudadano (por muy presuntamente culpable que sea, por mucho que haya defraudado la confianza de quienes creían en él, por manifiesta que aparezca su voluntad de torear las preguntas y burlar el control parlamentario para salvarse legalmente), amparándose en su absoluta inviolabilidad parlamentaria. Y sin embargo, la actuación de Moltó fue políticamente muy eficaz al lograr que la atención de la opinión pública se polarizase en su diatriba y en las razones de su grupo para ponerse al frente de, la manifestación, máxime delante de las cámaras.

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Pero algo -y no precisamente agradable- está pasando en este país cuando es posible pasar de la connivencia a la ley de Lynch sin solución de continuidad y sin mayores explicaciones. ¿Por qué son algunos de los antiguos socios, aliados o amigos los que más crueldad están mostrando con Mariano Rubio? ¿Por qué esa falta de piedad republicana ante quien, habiendo caído, es humillado públicamente? Esta facultad de pasar de lo civil a lo criminal, de un extremo al otro, al sentirse estafado, no es, desde luego, patrimonio de los socialistas. Léanse si no estas frases escritas hace seis años sobre Mariano Rubio por quien hoy es su principal debelador (debelar: "vencer y sojuzgar al enemigo") en los medios de comunicación y entonces era su defensor apasionado: "Veo claro que su lugar histórico estaba en la provisoria corte del rey Carlos III. Dotado de un innato sentido de la rectitud, ignorante de cualquier ambición política pequeña, impermeable a los lucrativos cantos de sirena del sector privado, frío en apariencia hasta extremos inhumanos, este hombre es un lujo de la razón de España. Felipe González ha tenido la suerte de contar entre sus colaboradores con el trío Boyer-Solchaga-Rubio y también el mérito de confiar 1ndesmayablemente en ellos, a despecho del pujante periodismo de peluquería que tan lucrativa tabarra ha organizado con lo de la beautiful people. Ninguno de los tres ganará nunca un concurso de popularidad, pero si España crece hoy al cuatro y pico por ciento es -entre otras razones- porque ni en el Ministerio de Economía ni en el Banco de España ha habido durante estos años la menor concesión al pasteleo". No solamente, pues, se han equivocado los políticos que dieron fe ciega de la honestidad del ex gobernador del Banco de España.

Otro estilo parlamentario es el que caracterizó la polémica entre Felipe González y José María Aznar en el debate sobre el estado de la nación. No hubo novedad en la intervención del presidente del Gobierno (quizá su tono más bajo y su menor capacidad dialéctica, pero es que la situación que debía defender no era precisamente la mejor), pero sí en la del líder de la oposición. Sus primeras palabras, desafiantes, secas, acusadoras, fueron vibrantes y dignas del mejor parlamentarismo histórico; bien leídas, bien trabadas, con pausas. Magistral, hay quien ha creído ver su inspiración en la figura de Rafael Arias Salgado, asesor de Aznar y una de las mejores cabezas de la derecha democrática española. Cuando empezó Aznar, algunos tuvieron la ensoñación o la pesadilla de que se iba a repetir el espectáculo Moltó: "Buenas tardes, señor González, míreme a la cara. ¿Me reconoce?, etcétera". Pero González no es Rubio. Aznar mantuvo un grado de crítica similar al del diputado socialista manchego, aunque su tono áspero, castellano, se situó dentro de la ortodoxia parlamentaria y logró sacar de sus casillas y crispar (probablemente era lo que pretendía) al presidente del Gobierno. El líder conservador, al arrancar tan alto, perdió fuelle en la exposición económica y permitió acercarse a González en la discusión cuerpo a cuerpo de la última parte del debate. Esta última sensación de acercamiento en las capacidades de cada uno es la que permitió a los socialistas salir contentos del debate.

No creo que a la austeridad de Aznar le gustase el bronco acompañamiento de gritos, ruidos y gestos de varios de sus compañeros de partido; pero ahí estaba, de nuevo, la grandeza de la televisión para enseñarlos; para diferenciar la elegancia de la tosquedad, la algarabía de la indignación, la vehemencia de Álvarez Cascos y los porrazos -tipo Jruschov en la ONU- de un diputado popular, al que hasta ahora creíamos tan sólo hierático editorialista anglosajón del periódico más a la derecha del mapa comunicativo estatal.

También vimos otro estilo parlamentario, más tradicional, que personalizaron Miquel Roca o el vasco Iñaki Anasagasti. Ambos demostraron, con su sentido común, que no todos los nacionalismos son anacrónicos o violentos, como a veces fácilmente se afirma. Al no ser el centro de la polémica, pudieron elevarse por encima de la confrontación y representar, en ocasiones, intereses generales antes que de partido o de nación, lo que les hizo simpáticos, rareza que no suelen conseguir en otras intervenciones particularistas.

Sin lanzar las campanas al vuelo, sin creer en la panacea de la nueva batería de medidas anticorrupción aprobadas, y en el bienentendido de que unas sesiones parlamentarias como las comentadas son siempre minoritarias, el Congreso de los Diputados ha elevado en la última semana su grado de interés y su función. Coincidiendo con el debate del estado de la nación apareció en los principales periódicos una página de publicidad de Foro, la asociación que encabeza el voluntarista Eduardo Punset, con una sola leyenda: "Los españoles no nos merecemos esto. Hay otra forma de hacer política". Si el anuncio se refería al estado de la corrupción, no puedo estar más de acuerdo. Pero si lo hacía al acontecimiento parlamentario, por una vez exageraba. Ojalá esta revitalización parlamentaria no sea excepcional.

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