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Mito, ortodoxia y automutilación

Hitler fue un mediocre alférez austriaco cuya voluntad de poder, y finalmente de autodestrucción, tiene gran parte de su origen en el desprecio de que fue objeto durante su juventud. Era un austriaco de Linz que no quería ser austriaco y que logró el ascenso al poder fuera de Austria, negando no ya ser austriaco, sino la propia existencia de Austria. Vladímir Zhirinovski, líder del mayor movimiento parafascista y ultranacionalista de Rusia, asegura ser guardián de las esencias eternas de la nación rusa y devoto ortodoxo. Según se demostró el lunes, es hijo de un judío llamado Edelstein. Niega con vehemencia este extremo. Nadie le discute el derecho a ser lo que quiera. Pero se sabe que hasta los 18 años llevó el nombre de Eidelstein y que formó parte de una organización judía.Zhirinovski ha ido tan lejos en la falsificación de sí mismo que se tomó la molestia a los 18 años de afrontar un agotador trámite en la burocracia soviética de su localidad natal, Alma Ata, para tachar el nombre judío de su padre y poner en su lugar el del primer marido de su madre. Hace un mes, un intermediario ofreció sin éxito 100 dólares (unas 13.800 pesetas) a la responsable del registro civil para llevarse la partida de nacimiento que revela el burdo cambio de nombre.

Este perfecto producto del mestizaje -esa práctica tan antigua y saludable que siempre enriqueció a pueblos e individuos- ha organizado en Moscú uno de. los espectáculos político-religiosos que tanto les gustan a él y, lamentablemente, a una masa creciente de ortodoxos desde Grecia a los últimos confines de Siberia. Reunió a ultranacionalistas y popes serbios, búlgaros y rusos para atacar a Occidente por intentar "someter" y corromper a Rusia, y al islam simplemente porque sí. La creciente militancia de la Iglesia ortodoxa en el movimiento contra las reformas en Rusia tiene el mismo motivo que la masiva cooperación, con muy honorables excepciones, de la Iglesia serbia con la política del régimen dei Belgrado y las operaciones de limpieza étnica de las tropas de Karadzic y MIadic. Es el mismo que convierte a muchos popes griegos en adalides del frenesí nacionalista que domina la política de Grecia en su disputa con la república de Macedonia, hace de los religiosos rumanos entusiastas predicadores de la pureza de la rumanidad frente a la siniestra amenaza judía o húngara y de los sacerdotes ortodoxos ucranios cruzados contra Roma.

La Iglesia ortodoxa, siempre de carácter nacional, tiene motivos de buscar vínculos de identificación con las masas. Su colaboración con los regímenes comunistas ya desaparecidos les granjeó el descrédito como Iglesia. Su identificación con el poder que se remonta a Bizancio les hace reincidir en actitudes de defensa nacional y hostilidad hacia otros pueblos y creencias. Como la Iglesia católica bajo la Inquisición o el franquismo inicial, buscan su poder y beneficio en la agitación nacional o fanática. Hay, repito, dignísimas excepciones. También miedos reforzados por las tentaciones de Roma de disputarle a la ortodoxia sus pueblos tradicionales.

Pero la agitación mitológico-religiosa en que se embarcan estas iglesias, en comunión ya sea con Papandreu, Milosevic o Zhirinovski, acaba degradando sus sagrados iconos a ser instrumentos del racismo, la dictadura o la fobia antioccidental. Instrumentalizados por déspotas de Constantinopla, tiranías locales y después. por los comunistas, están ahora dejándose manipular por el parafascismo nacionalista. Triste ejercicio de automutilación para una Iglesia milenaria. El ecumenismo parece muerto. La culpa está muy repartida. Pero la Iglesia ortodoxa debiera de todas formas evitar que sus lógicos recelos la impulsen a complicidades poco cristianas.

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