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Ionesco, de la ira a la luz

En 1952 una pequeña obra de teatro burlona y subversiva para con el propio arte que la celebraba, y hasta para el idioma en que fue escrita se representó en una sala destartalada y fría, la Huchette asomada a la Plaza de Saint-Michel. Allí está todavía aquella Cantante calva, 42 años después, sin interrupción: varias generaciones de actores se han agotado haciéndola, y ayer se extinguió también la vida de su autor, Eugenio lonesco, que a partir de entonces se convirtió en uno de los soberanos absolutos del teatro, para el que se inventó el nombre de género del "absurdo" (aunque es difícil negar que otras y grandes obras le precedieron: Camus, por citar uno).

La Cantante se había estrenado en realidad dos años antes en Les Noctambules, dirigida por Nicolás Bataille, y no había gustado. ¡Cómo iba a gustar! El teatro era todavía de la burguesía -la burguesía francesa: conservadora, desconfiada, dura- que se veía muy audaz porque soportaba a Anouilh, a Sartre -un clásico casi, con Las manos sucias- a Supervielle o a Marcel Aymé (tenía razón: era un buen teatro, incluso un gran teatro) y este pintoresco y burlón rumano era un revolucionario. Para su suerte, un revolucionario conservador, de derechas -pongo la palabra porque él la asumía y defendía- que podía ser asimilado sin riesgo. La pieza era para él antipieza; y el teatro que comenzó a hacer, antiteatro.

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Aprendió de niño el francés en Bucarest. Encontraba en el francés destellos, vivencias, anomalías, paralelos, significados que el escritor nacido en el idioma no veía (no es un caso único: Becket, Schehadé, Supervielle, Semprún, han tenido ese don); incluso el gran significado de su obra es este juego de pensamiento-lenguaje, y La cantante calva era para él "una -tragedia del idiorna". La velada de los señores Smith (ingleses) es una visita donde los burgueses hablan; intercambian tópicos, lugares comunes, frases hechas; ideas, por lo tanto, preconcebidas, adquiridas por el oído y, sin embargo, ejes de unas vidas. No les detiene, no les aparta, ni el incendio (símil: la guerra, el comunismo). Fuente, también, el idioma idiotizado, de la incomunicación (desde entonces viene la gran ola del teatro de la incomunicación entre los hombres: quizá miles de piezas se han escrito para secundar ese propósito).

Y la deshumanización del hombre, y la pérdida de identidad; y la posibilidad nefasta de que cada persona sea intercambiable con otra... Hasta que lonesco se convirtió, también, en el tópico, en la repetición, en la acumulación de lugares comunes de conversación: no se ha agotado todavía.

Estancias en Francia y en Rumanía, exaltación en cada una de las patrias del lenguaje que utilizaba y abandono del otro; huida final de Rumania en la guerra. Se encontró en París en un exilio que no se resolvería nunca por la aparición del comunismo, que detestó. Su obra más famosa, Rinoceronte, de 1958, es una obra anticomunista y, sobre todo, se ha utilizado como tal. En realidad, no es más que una variación del primer teatro, e incluso del permanente: los seres intercambiables, la intimidad y la personalidad invadidas. Todos los habitantes de la ciudad se van convirtiendo en rinocerontes; hasta los que más se resisten, hasta quienes saben de donde viene el mal. Nada en efecto más fácil que ver un régimen totalitario como culpable de esa animalización: por la propaganda, por la consigna machacada por la lucha estatal y oficial contra el individualismo. Probablemente lonesco mantenía esa idea, y no lo ha negado nunca: pero está muy claro que veía también la pérdida en la sociedad capitalista burguesa y democrática. Una democracia, a fin de cuentas, se declara inspirada por una nivelación, y a lonesco le exasperaba el mismo, lema de la revolución francesa, que está todavía a la cabeza del Estado, "Libertad, igualdad, fraternidad". Solamente que no lo podía decir. (Quién sabe si su gran reacción no le había llevado al ancien régime de los monarcas absolutos o las teocracias).

La angustia, la condición existencial, se fueron sumando a los tópicos de lonesco; siguió dando la misma cara visible al comunismo y las doctrinas de comunidad y extensión igualitaria, y la misma lucha oculta, o no revelada -al menos, por los críticos franceses- contra la lógica y el cartesianismo. En Amedée, ou comment s'en debarraser (1954; un cadáver va creciendo en escena incesantemente; como en Las sillas, de 1952, que muchos consideran su mejor obra: el escenario invadido por las sillas), el enemigo es Brecht y el teatro épico.

En España apareció con mala fortuna: la derecha no estaba dispuesta a comprenderle. En Francia tenía, sobre todo, un público de desesperados, movidos por el existencialismo, alimentados por Kafka; incluso instruidos en otros absurdos como los Hermanos Marx glorificados, o por el culto nacional a Labiche. Hasta que un autor muy burgués, Jean Anouilh, escribió un artículo en el Figaro exaltando a ese gran autor nuevo. En el mismo Figaro, muchos años después, lonesco escribió un artículo exaltando Tres sombreros de copa, de Miguel Mihura, que se estrenó en francés. No consiguió levantar la obra: llegaba demasiado tarde. Precisamente, después de lonesco. Años antes, cuando se estrenaba a lonesco en España, el crítico Alfredo Marqueríe escribió una de sus crónicas en forma de carta al director del periódico (Abc) explicando que si el teatro seguía por ese camino (lonesco, Becket), tendría que dimitir, porque no le importaba, ni le interesaba.

lonesco se detuvo después por el camino de la denuncia de la degradación humana en vista de que el hombre no terminaba de desaparecer como estaba previsto por él. Utilizó el mismo personaje que se salva en Rinoceronte, Béranger para convertirlo en Juan (probablemente su nombre no es extraño a la religión, para hacerle aparecer en otras obras y asomar una oreja de esperanza: esto iba sucediéndole a medida que el mundo parecía aclarar sus inclinaciones políticas y que se afirmaba en él una fe al acercarse a la muerte. En 1980 se despidió del teatro: Viaje al país de los muertos (Voyage chez les morts): veía una luz.

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