El olvido del cine
Melina Mercuri tuvo la mala fortuna de alcanzar una celebridad excesiva, y de manera excesivamente rápida, con una sóla película, Nunca en domingo, que ha resistido mal el paso del tiempo. Cuando se hizo, en 1960, se le consideró una obra cumbre del cine europeo y durante años medio planeta tarareó al compás de la honda voz ronca de la mujer -hasta el punto de que aun persisten los ecos- la preciosa melodía de Los niños del Pireo, convertida casi en un himno universal gracias al reguero de pólvora mojada de la película.Vista hoy, aquella simpática y bonachona comedia costumbrista se cae e pedazos, carece de consistencia. En el cine, las sobrevaloraciones apresuradas, cuando no se digieren por sus autores con mucha cautela, pueden dañar su carrera posterior, pues -si carecen de sentido y pudor autocrítico y este parece que le era ajeno a aquella explosiva mujer- les dan unas ansias de vuelo que sus alas no resisten, lo que les lleva a estrellarse al menor descuido.
Y el descuido le llegó dos años después de su despegue vertical hacia las estrellas desde los bullangueros prostíbulos de Atenas. Quiso saltar sin paracaídas desde un leve sainete del Pireo a la grave solemnidad de una de las matrices trágicas de la Acrópolis. Y así le llegó el desastre de Fedra, una de las películas más petulantes y vacías de la época, en la que Melina Mercuri ofreció un ejercicio de impotencia que nunca pudo superar. La película, concebida como rito de consagración de una intérprete trágica contemporánea, se convirtió en su tumba como actríz de cine.
A este mal golpe de exceso de fortuna inicial se añadió otro de peor índole, porque era persistente, se enquistó y perduró hasta el final de la corta filmografía de Melina Mercuri: la estrechísima vinculación de su carrera cinematográfica con la etapa europea -muy inferior a la de su filmografía norteamericana- de la carrera de su marido, el director Jules Dassin, con el que trabajó, además de en las dos películas citadas, en El que debe morir (1957), La ley (1958), Topkapi (1964), 10.30 P. M, Summer (1966), Promesa al amanecer (1968), y Gritos de pasión (1978), lo que constituye Gunto con Gipsy de Josepli Losey; y Los pianos mecánicos, de Juan Antonio Bardem) el grueso de la filmografía, corta y de cortos vuelos, de una mujer cuya personalidad y talento para la agitación política y cultural fueron muy superiores a su capacidad como intérprete.
Esta capacidad estuvo, en sus trabajos cinematográficos, lastrada por la fijación de su estilo y de su aparato gestual -cortante, brusco y expansivo- en los registros propios de la expresión teatral, en la que Melina Mercuri se formó y de la que en realidad nunca supo salir. Sus compatriotas fueron por ello los únicos que pudieron contemplar su talento en su medio natural: el escenario, y en él cuentan que su fuerza de proyección hacia la sala cuajaba en inolvidable instantes eléctricos. Pero esta virtud teatral, traducida a la pantalla se convertía en un permanente ejercicio de sobreactuación y de falta de sentido de la contención, lo que le hacía con frecuencia exagerar, dar demasiado énfasis a una simple réplica.
Ella lo reconoció hace poco, ya apartada del cine y dedicada a la lucha por sus ideas: "Mis dos pasiones son el teatro y la política". Ni una alusión a otra pasión por el cine, ningún signo de gratitud a su pista de despegue hacia el renombre universal. Tal vez aquella falta de conocimiento de sus límites, que le llevó a emprender temerariamente la misión imposible de Fedra, había sido templada por los años y en la última mirada hacia atrás de esta mujer, que fue toda ella inteligencia y energía, había un rastro escéptico de acuerdo y apaciguamiento.
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