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Woodstock, 25 años despues

Una orgía de nostalgia tevaloriza la estética e ideales del "hippismo"

Diego A. Manrique

El de 1994 va a ser año de festivales. Para commemorar el 250 aniversario del acontecimiento original, en agosto se celebra en el Estado de Nueva York el segundo festival de Woodstock, el encuentro en el que durante tres días un público pasmado de su poder generacional se unió por la paz, el amor y la música. En el Reino Unido también hay planes para resucitar este mismo año el festival de la isla de Wight, cuya última edición fue en 1970, lo que podría interpretarse como una orgía de nostalgia que coincide con una revalorización de la estética y los ideales del hippismo.

Los concejales de Bethel, el pueblo del condado de Sullivan (Nueva York) donde se celebró en 1969 el festival de Woodstock, se han visto asediados por todo tipo de ofertas. Una de las más pintorescas planeaba conmemorar Woodstock con, una fiesta para yuppies ricos, con entradas especiales para vips que incluirían traslado en limusinas, barbacoas patrocinadas por grandes empresas y la oportunidad de fotografiarse en el escenario con los artistas. Sería la confirmación de que la historia se vive primero como tragedia y se repite como comedia.Se suele olvidar que el festival que tuvo lugar el fin de semana del 15 al 17 de agosto de 1969 fue un desastre organizativo. Bautizado como Feria de Música y Arte de Woodstock, se enmascaró inicialmente como un acontecimiento cultural dominado por intérpretes de folk y jazz. El nombre de Woodstock era el gancho comercial: en esa localidad de las montañas de Nueva York residía Bob Dylan, y se quería juntar a las tropas de la contracultura con uno de sus profetas más lúcidos, que además llevaba años distante y silencioso.

Sin embargo, no había en Woodstock un terreno capaz de alojar a los 50.000 espectadores previstos inicialmente. Los promotores buscaron desesperadamente otros lugares, chocando con la oposición de vecinos que comprendieron inmediatamente que la citada feria no era más que uno de esos temibles festivales de rock que atraerían hordas de hippies. Sólo a finales de junio consiguieron que Max Yagur, un próspero ganadero de Bethel, les alquilara sus tierras de pasto. Yagur presumía de simpatizar con los jóvenes: el año anterior había dejado su granja a los Boy Scouts de América para su reunión anual. No lo hacía desinteresadamente: Woodstock Ventures Incorporated tuvo que pagar 50.000 dólares.

Yagur también insistió en limitar el número de espectadores 40.000. La organización aceptó sabiendas de que ya se habían vendido 50.000 entradas La realidad les desbordó. La tarde del viernes, la policía estatal calculaba en un millón el número de personas que se acercaban a Bethel. Más de la mitad se quedó en el camino o regresaron frustrados. Por el contrario, los que abandonaron los coches y siguieron caminando, desafiando las amenazas de tormenta y las recomendaciones de las autoridades, se encontraron con un glorioso caos que había engullido vallas, taquillas, porteros y servicios de seguridad; la mayoría de los 400.000 peregrinos no llegaron a pagar entrada.

Las primeras informaciones sobre lo que ocurría en Bethel hablaban de "zona catastrófica". Un editorial de The New York Times se preguntaba: "¿Qué tipo de cultura es la nuestra que puede producir un desastre tan colosal?". Pero aquella ciudad recién nacida empezó a funcionar. La organización había tomado la precaución de llamar a una comuna, The Hog Farm, especializada en alimentar multitudes. Los servicios médicos eran responsabilidad de veteranos de las grandes manifestaciones contra la guerra de Vietnam. Se improvisó un puente aéreo de helicópteros que traían suministros y se llevaban a las víctimas de accidentes y malos viajes.

Poder generacional

La actitud relajada del público fue esencial para evitar una hecatombe. Era un público pasmado ante la evidencia de su propio poder generacional; la música era sencillamente la excusa para reunirse y nadie protestó por los retrasos o las ausencias de grupos anunciados. Unos músicos entraron en el espíritu del momento y actuaron sin cobrar; otros, como Grateful Dead y The Who, se negaron a aparecer si no se les pagaba en metálico y por adelantado. Fue Pete Townshend, el cabecilla de The Who, el responsable de resolver el conflicto latente en la contracultura estadounidense: en medio de su actuación, saltó al escenario Abbie Hoffman, líder radical que no quería dejar pasar la oportunidad de arengar al público; Townshend le golpeó con su guitarra y le echó.

Cuando Jimi Hendrix cerró el festival tras una interpretación torturada del himno nacional, sólo quedaban 25.000 espectadores en unos campos cubiertos de basura. Los promotores estimaban sus pérdidas en 1,3 millones de dólares.

El más hermoso espejismo

Woodstock ha quedado como el punto álgido del movimiento hippy. Los ateridos asistentes desafiaron a las nubes pidiendo que dejara de llover: estaban seguros de poder cambiar el mundo y se sentían capaces de dominar las fuerzas de la naturaleza. Fue un hermoso espejismo, y no es extraño que las encuestas revelen que varios millones de estadounidenses aseguren hoy haber vivido Woodstock: aunque no estuvieran físicamente, se identificaron con el mito del festival de la hermandad y la solidaridad generacionales. Ahora tienen la oportunidad de acudir y hacer balance de sueños rotos y modestos triunfos. Los convocantes del segundo festival de Woodstock confían en que muchos atenderán la llamada pese al desastre económico de hace 25 años. El encuentro de tres días de "paz, amor y música" difundido en un documental fue un éxito internacional, al igual que los discos conteniendo parte de la música tocada allí. Confidencialmente, aseguran que hasta Bill Clinton quiere estar presente en la celebración.

La desolación espiritual y la vuelta de la contracultura

Los años noventa están contemplando el renacimiento de muchos de los conceptos hippies tras la desolación espiritual de los años ochenta, se suspira por el idealismo de la contracultura.Un artista como Lenny Kravitz basa su éxito actual en la evocacion apasionada de los ideales y la estética de finales de los sesenta. Hasta Timothy Leary, el apóstol del LSD como llave de evolución espiritual goza de renovada popularidad como santo patrón del moviento cyberpunk.

Leary y sus discípulos aseguran que es el momento adecuado para una redefinición de la realidad consensual tan radical como la que proponían en los años sesenta. Como entonces, estamos viviendo tiempos de ansiedad una época imprevisible y peligrosa. La incertidumbre general ha revalorizado lo mágico, lo místico, lo tribal.

En el Reino Unido, caravana de travellers, hijos perdidos de los hippies, viven una existencia nómada, ante la irritación de un Gobierno conservador que cada año aprueba nueva legislación para coartar la celebración de Raves, esas fiestas multitudinarias donde no faltan los espectáculos de luces, las drogas de diseño y las buenas vibraciones; si no fuera por la predominancia de los ritmos sintéticos, no habría diferencias apreciables con las celebraciones de 1967 en San Francisco.

El nuevo San Francisco

En Estados Unidos, la ridiculización del hippismo ha dejado paso a la canonización de sus héroes a cargo de los que no vivieron la década prodigiosa. Así, uno de esos nuevos millonarios de la infórmática, el fundador de la empresa Microsoft, es el responsable de la idea de montar un museo dedicado a Jimi Hendrix en su Seattle natal.

Esa ciudad es el nuevo San Francisco, centro de irradiación del grunge, un sonido que difunde una imprecisa actitud vital que conecta con la cultura hippy en aspectos externos (melenas desaliño) e internos (antimaterialismo, desconfianza ante los poderes establecidos).

De hecho, allí se están repitiendo algunos de los errores que acabaron con la generación del amor: tras la rehabilitación de la marihuana como señal de identidad, la heroína está reapareciendo con efectos devastadores.

De Seattle es el grupo Nirvana, seña de identidad para los los más de cuarenta millones de jovenes veinteañeros que viven en Estados Unidos actualmente y para todos sus contemporáneos en el mundo entero. Jóvenes criados por las emisoras de televisión, crecidos sin religión y amenazados por el paro.

Son la llamada Generación X a partir del éxito de ventas de la novela del mismo título escrita por Douglas Coupland, el nuevo Salinger de la primera generación sin conciencia de culpa. Pero el sentimiento de angustia ante un destino incierto les ha llevado a bucear en el pasado inmediato.

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