El 'caso Rushdié' nuestros valores
Hoy se cumplen cinco años de la fatwa con la, que Jomeini, aquel imam tan poco atractivo, condenó a muerte por blasfemia a Salman Rushdie. La figura subrepticia y errante del acosado novelista forma ya parte habitual del folclore de la actualidad noticiosa. Nos hemos acomodado a su persecución y la aceptamos como otra especie picante del guiso informativo cotidiano. El día que le alcancen lo vamos a echar de menos.Mientras, hay quien empieza a compadecer a los perseguidores. Las víctimas acaban por fastidiar con sus quejas constantes y sus denuncias: si no las rematan pronto, pueden llegar a ser más antipáticas que sus verdugos. Véase el caso de Bosnia, por ejemplo. ¿Qué más quieren? ¿No les hemos dado ya la razón? Y además, puede que no la tengan del todo. En diciembre pasado asistí en Madrid a unas jornadas internacionales contra el racismo. Un asistente planteó que los medios de comunicación occidentales han utilizado el caso Rushdie para desprestigiar al islam. Varios ponentes confirmaron el diagnóstico: Occidente aprovecha cualquier pretexto en su cruzada contra el infiel. Otro mencionó que algunas personalidades musulmanas del Reino Unido han recibido llamadas amenazadoras por tal motivo. Escalofriante dato, contra el que poco pudo mi, insistencia en que la víctima de este asunto era Rushdie y no el islam El racismo es tan malo que contagia con sus disparates a cierto antirracismo. Lo racista no es sólo creer que haya razas superiores o inferiores, sino también que las creencias o prejuicios están intrínsecamente vinculados a la etnia de quienes los profesan. Y que, por tanto, no pueden ser juzgados desde una óptica étnicamente neutral. Por supuesto, el caso Rushdie no favorece la popularidad del islam en Occidente, lo mismo que sus ideas sobre control de natalidad no le ganan al Papa simpatías entre los orientales más sensatos: es ridículo atribuir esta disconformidad razonable a prejuicios xenófobos. Lo que debe recordarse es que la denuncia del racismo se funda exactamente en los mismos valores democráticos, individualistas y laicos que la defensa del derecho de libertad de expresión de Salman Rushdie. ¿Valores occidentales? Sin duda, en su origen, pero hoy compartidos por personas de todas las latitudes y tradiciones, como prueba ejemplarmente el libro A favor de Rushdie. Cien intelectuales árabes y musulmanes, por la libertad de expresión (París, 1993).
Lo que indigna a muchos de los firmantes de esa obra no son los valores occidentales, sino el poco caso que hacen los Gobiernos occidentales de sus valores. En septiembre de 1992, un año después de la guerra del Golfo, el régimen saudí decapitó tranquilamente al poeta Sadok Mellalah por "blasfemias y abjuración", sin que nadie en Occidente tuviera algo que objetar. Lo malo de la ideología occidental no es el universalismo ético, sino lo selectivamente ético de sus relaciones universales. Además del drama personal de Rushdie, la amenaza contra él es un reto a la firmeza de todos los Gobiernos democráticos en la defensa de los únicos valores que pueden compensar sus muchas y evidentes lacras.
Este asunto aún permite otras reflexiones. Es evidente que la convivencia humana se apoya en el respeto práctico a ciertas convicciones compartidas, pero ¿debe imponerse una asepsia que evita herir cualquier tipo de susceptibilidades? ¿Puede exigirse, so pena de castigo legal, unanimidad en las expresiones artísticas o en las manifestaciones del sentido del humor? ¿Dónde está la barrera entre el espíritu crítico del iconoclasta y la agresión a los signos colectivos dignos de salvaguardia? Cuentan que Zhirinovski ya prepara su ejército conta la cultura occidental, caracterizada por "el chicle, la droga, las películas de terror y la pornografía". Y yo, etnocéntrico impenitente, lo único que siento es que no me guste el chicle.
Babelia
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