Queremos ser serbocroatas
¿Catalán en las comisarías de Cataluña para quien así lo quiera? Evidentemente. ¿Castellano como lengua vehicular en las escuelas primarias para quienes así lo prefieren? Desde luego. ¿Fomento del catalán, todavía hoy arrinconado en la Administración de justicia o en algunos ámbitos oficiales? Sí. ¿Garantía para el uso del castellano, que tiende a ser minusvalorado -no anulado- en algunos otros ámbitos? También.¿Por qué todas esas preguntas tienen una respuesta positiva? Porque la clave de bóveda del ordenamiento constitucional en este asunto es diáfana: la cooficialidad y el plurilingüismo, es decir, el respeto y fomento de todos los idiomas hispánicos. Quien haga hincapié exclusivamente en una sola de las lenguas traiciona el mandato constitucional. Y corre el riesgo de acabar atentando contra el espíritu de convivencia y pluralismo de esta sociedad.
Algunos se preguntarán si esta señal de alerta puede ser catastrofista. Quizá convenga recordar que serbios y croatas compartían una misma lengua, el serbocroata, aunque unos la escribieran con caracteres cirílicos y otros con el alfabeto romano. Diferencia aún menor, al fin y al cabo, que la existente entre estos dos dialectos del latín que son los idiomas catalán y castellano.
No acabaremos como serbios y croatas. No queremos. De manera que, para ser eficaz y mantener el espíritu democrático y civil, cualquier reforma que pretenda realizarse sobre la legislación autonómica catalana en materia de política lingüística debería asumir las siguientes pautas: fomento del catalán, que pese a los extraordinarios avances del último decenio sigue manteniéndose en una situación de desventaja, especialmente en su uso oficial-administrativo; escrupuloso respeto a los derechos individuales tanto de los catalanohablantes como de los castellanohablantes; cumplimiento del mandato constitucional de la cooficialidad; adecuación de las administraciones a la evolución lingüística de la sociedad catalana; mantenimiento del consenso político y social hasta ahora existente en esta materia.
Todo lo que se realice dentro de estos parámetros será útil y conveniente, por más que unas u otras medidas deban generar un debate constructivo y no realizado con ánimo de cruzada, del signo que fuere. Todo lo que se emprenda en quiebra de estos criterios trastocará el clima de consenso actual en inquietud o crispación.
El Gobierno de Pujol ha dado a luz un proyecto de reforma de la legislación lingüística con claroscuros que deben ser debatidos en el terreno de los criterios: su adecuación o inadecuación jurídica al ordenamiento y su acierto o desacierto político-social. Pero nunca desde el prejuicio, el espíritu redentorista o la ensoñación monolingüista -siempre empobrecedora-, sea ésta de una u otra lengua.
Así, la panoplia de medidas tendentes a garantizar la atención en catalán a los ciudadanos que así lo deseen por parte de cualquier oficina o servicio administrativo, lo que ahora sucede en muy escaso grado, se atiene a una lógica evidente. En la medida en que el bloque jurídico constitucional -es decir, la Constitución y el Estatuto- consagra la cooficialidad de castellano y catalán en la comunidad autónoma, reconoce a los ciudadanos de la misma su derecho a utilizar activamente ambas lenguas. A este derecho, lógicamente, le corresponde el correlativo deber de las administraciones -de todas las administraciones- de facilitar esa interlocución activa, y no sólo pasiva, en cualquiera de ambos idiomas oficiales. Es decir: la policía, la Guardia Civil y el aparato judicial deben estar en disposición, en Cataluña, de atender a los ciudadanos en cualquiera de las dos lenguas.
Para lograrlo, evidentemente, no basta la competencia legislativa autonómica. Pero es también deber de la Administración central asumir ese reto. Un auténtico espíritu integrador debe partir de la realidad plurilingüe de España. No vaya a suceder lo que ocurrió con la creación del Instituto Cervantes, que se circunscribió únicamente al castellano. Se juntaron entonces el hambre autárquica y las ganas de comer centralistas, dos clásicas fórmulas -contrarias pero convergentes- del segregacionismo mental aún imperante. Hambre nacionalista: la de disponer de un instituto propio, el Raimon Llull, para propagar por el mundo el catalán, olvidando que éste existe en las universidades extranjeras en la medida en que va de la mano del castellano. Ganas de comer centralistas: sólo el castellano resulta genuino vehículo de la ciudadanía española. Resultado: un Cervantes manco y un Llull nonato. Peor, imposible.
La cuestión de la enseñanza es igualmente fundamental. La normalización lingüística se ha realizado durante un decenio sin conflictos ni desgarros. Pero con algún caso de incumplimiento legal que debería resolverse ágilmente, como ha instado a hacer, recientemente, el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. En estas cuestiones básicas para la convivencia y el despliegue de los derechos individuales no importa que los afectados sean unas pocas docenas o algún escaso centenar.
El objetivo de la normativa vigente que ahora se pretende reformar es que los escolares dominen, al acabar la enseñanza obligatoria, tanto el castellano como el catalán, lo que viene cumpliéndose de forma suficiente. Y su instrumento es evitar la creación de una doble red general de establecimientos educativos, porque ello comportaría una indeseable fractura lingüística de la sociedad catalana. Cuidado con la demagogia populista del paleonacionalismo españolista: esa segregación reportaría un especial perjuicio para los escolares de los barrios de inmigración. Éstos acabarían siendo menos competentes en ambos idiomas que sus compañeros mejor establecidos. De ahí a la ruptura de Cataluña en dos comunidades separadas (serbios versus croatas) no habría más que un paso. El precipicio.
Pero evitar el surgimiento de esa doble red generalizada no debe significar la desatención a los variados casos particulares: las eventuales medidas previstas de refuerzo concreto o de aten ción personalizada no parecen suficientes por sí solas. Es más conveniente, en orden a garantizar la convivencia y el derecho a la enseñanza, que implica la enseñanza en lengua comprensible, el mantenimiento -y el cumplimiento absoluto- del artículo 14.2 de la actual normativa auto nómica, según la cual, a fin de cuentas, cualquier escolar puede reclamar la escolarización primaria vehiculada principalmente (no exclusivamente) en su lengua habitual, cualquiera de las dos oficiales. Todo ello exige profesores de refuerzo, habilidad bilingüe de los maestros, pero también disponer de algunas líneas, aulas o centros en que la lengua vehicular sea principalmente el castellano, evitando siempre la doble red general. Difícil, pero no imposible cuadratura del círculo. La movilidad geográfica prevista en la reforma del merca do laboral, los flujos inherentes a la integración europea (y su ex ponente, los programas universitarios Erasmus), refuerzan, si cabe, ese principio. Al padre de familia que, pese a los compro bados éxitos de la inmersión lingüística en el catalán, desea escolarizar a sus hijos en castellano en la primaria le asiste exacta mente la misma razón que al ciudadano que desea prestar declaración en catalán en un juzgado, una notaría o un registro de la propiedad. Si la ley y sus servido res no garantizan ambos derechos, la cooficialidad se convertiría en papel mojado, y el mandato constitucional resultaría burlado.
Como en todos los problemas más sensibles en una sociedad plural, en la cuestión lingüística resultan más útiles las medidas de fomento que los reglamentos coercitivos, más justo y eficaz el acuerdo que la imposición.
Al cabo, podemos evitar cualquier proceso de jibarización que nos reduzca sólo a serbios o croatas. Les va mal. Queremos ser también serbocroatas.
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