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El desempleo y las mujeres

Lo decía no hace mucho Alain Touraine en este mismo periódico, y lo han repetido luego responsables de la Administración y del Gobierno: el trabajo a tiempo parcial es la solución idónea para las mujeres, los jóvenes y los estudiantes. Son las mujeres las que hacen falta en casa y las que resuelven mejor esos problemas de intendencia cotidiana tan poco programables o transferibles a prestaciones públicas o privadas. Así, una medida laboral como ésa, bien aplicada, mata dos pájaros de un tiro: crea empleo y ofrece a las mujeres la oportunidad de encajar más relajadamente la esquizofrenia a que les condena su particular biología.La medida del trabajo a tiempo parcial es -no hay que dudarlo- buena y necesaria. Como lo es también la del reparto del trabajo, que, como propuesta, no es ninguna novedad. Antes de que se le ocurriera a Rocard, había sido desarrollada y apoyada por André Gorz, por ejemplo, entre otros. No es, en efecto, realista agarrarse a la opción de un pleno empleo más que dudoso en un mundo en el que cada vez trabajan más máquinas si, simultáneamente, no aceptamos una distribución más equitativa y justa del poco trabajo que nos va quedando. Lo que de verdad falta es trabajo para todos. Por competitivas que se vuelvan las empresas, por mucho que se logre incentivar la producción, nada garantiza que se multipliquen por ello los puestos de trabajo de forma que lleguen a cubrirse todas las demandas y expectativas existentes y futuras.

En este esfuerzo, necesario y urgente, por mantener un modelo de sociedad y de Estado que no abdique de derechos fundamentales -uno de los cuales es el derecho de todos al trabajo-, pero que sepa también adaptarse a las exigencias estructurales de nuestro tiempo, en este esfuerzo -digo- me temo que la mujer vuelve a ser la parte débil que más puede perder. Puede perder porque el Estado del bienestar que le ayudó a salir de casa y acceder al mundo del trabajo podría considerar que es hora de que las mujeres paguen esa ayuda quitándose de en medio y dejando los puestos de trabajo a quienes siempre los tuvieron. A fin de cuentas, han sido ellas las causantes, en buena medida, del desequilibrio que reina en el mercado laboral.

La mujer ha sido la primera beneficiada del Estado de bienestar. Como usuaria y como empleada del mismo. El Estado la ha apoyado en la llamada "transición de la dependencia privada a la pública". Los servicios sociales de atención a los niños y a los abuelos le han facilitado el escape del hogar y la independencia de una remuneración propia. Como empleada, a su vez, la mujer es un elemento importante de la Administración pública. Sin embargo, ocurre también ahí lo que ya es una constante insalvable: las mujeres, en la Administración, no suelen ser las que toman las

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decisiones importantes y últimas. Es fácil, pues, que estas decisiones -como las que determinen la reforma del mercado laboral- se tomen en contra de ella y de sus intereses. No necesariamente por mala voluntad -no es preciso pensar siempre mal-, sino por simple negligencia, por que es más sencillo prescindir de lo que durante siglos ha permanecido oculto y sin protagonismo alguno en legislaciones y decisiones políticas. Tan sencillo que ese descuido no es percibido siquiera por las mismas mujeres que lo padecen.

Pueden ocurrir dos cosas. Una -que ya se ha dado en programas conservadores-, consistente en devolver a la mujer a su lugar natural que es el hogar. Invertir el movimiento de lo privado a lo público transfiriendo de nuevo a la familia servicios que le sobran al Estado. Fue la propuesta de Bush -y una de las razones de su último fracaso electoral-: exaltación del valor de la familia, de la religión, de las costumbres tradicionales, como estrategia para reducir las prestaciones estatales.

La segunda cosa que podría suceder es que, en el reparto del trabajo, la mujer se quede con la peor parte. Se ha insinuado ya, como decía al principio: el trabajo parcial para las mujeres. Una acotación, al parecer, lógica y natural, si tenemos en cuenta que el acceso de las mujeres a la vida pública ha supuesto el tener que buscar otras manos que se hagan cargo de tantos inconvenientes familiares y cotidianos para trabajar seguido. Puesto que las mujeres siguen siendo necesarias en su casa, por abundantes y buenos que sean los servicios públicos que las descargan de sus tareas, digamos: bienvenido sea ese trabajo a tiempo parcial que nos beneficiará a todos. Que sean ellas las que trabajen menos y se ocupen de todo eso que nadie hace: cuidado de bebés, de enfermedades inconvenientes, de la organización diaria. ¿No se quejan de la doble jornada? Pues ahí está el mejor remedio: que dividan la jornada entre ambos trabajos y todo resuelto. Las mujeres están más hechas para entender ese nuevo concepto del trabajo, que está más de acuerdo con una sincronización y reconocimiento de la vida social. Están hechas a la esquizofrenia de tocar varias teclas a un tiempo. Son las más capaces de entenderlo. y de aceptarlo sin problemas.

¿Por qué todavía esa distinción entre lo que vale más para las mujeres y menos para los hombres o viceversa? ¿Cómo conseguimos corregir la desigualdad tan evidente aún en las mentalidades y las actitudes de todos -e incluso de todas- si seguimos manteniendo esos estereotipos? Insisto en que los mantenemos sin damos apenas cuenta. Parece tan obvia la división del trabajo que siempre hemos conocido que resulta incomprensible pensarla de otra manera.

Si el reparto del trabajo prospera y llegamos a trabajar todos menos, tendremos que ir pensando en prescindir de ciertos servicios. Pues el encogimiento de las horas de trabajo ha de ir seguido de un encogimiento del sueldo para que el invento cuadre y dé los resultados esperados. Tendremos tiempo suficiente para dedicamos a esos trabajos que nunca han estado remunerados y que, por tanto, carecen de importancia social. Tendremos tiempo para desarrollar esa ética del cuidado que, según opinan bien ciertas feministas, debe suplir las deficiencias y llenar los huecos que deja la ética de la justicia. Trabajar menos horas significa disponer de más tiempo para la educación y cuidado de los hijos, para la familia, para atender a enfermos y viejos. Y para más cosas, sin duda. Pero convendría que el reparto del tiempo libre no sugiera las consecuencias de un reparto del tiempo de trabajo que nace ya discriminando. Convendría que la nueva distribución del trabajo afectara positivamente a la distribución del otro trabajo, el no productivo y no remunerado. Veo la reforma del mercado de trabajo como la ocasión de plantearse ese cambio de actividades y hábitos que mantiene intocada la desigualdad entre hombres y mujeres. El primer paso es dar mensajes a favor y no en contra. Tomemos nota, por lo menos, para no olvidarlo cuando empiecen a adquirir sustancia las reformas.

Victoria Camps es catedrática de Ética de la Universidad de Barcelona y senadora del PSC.

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