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La normalidad y la barbarie

Antonio Elorza

La memoria histórica es cosa de aguafiestas. Tal es la conclusión que podía extraerse de la mayoría de las intervenciones en el programa de una televisión pública sobre el Valle de los Caídos con ocasión del 20-N. Era una propuesta lógica, viniendo de voceros franquistas que tan bien han asimilado, con 30 años de retraso, la iniciativa de reconciliación nacional que en 1956 hiciera pública el partido comunista. También cabía justificar esa defensa por parte del escultor Juan de Ávalos, responsable de algunos elementos destacados en la plúmbea obra maestra del nacionalcatolicismo, y por eso mismo apegado a su conservación. Pero, para sorpresa general, superó a todos en ardor el alcalde local, de siglas PSOE, rechazando vehementemente toda condena histórica pronunciada contra el monumento y propugnando, en cambio, un apoyo decidido a su promoción turística. Para los tiempos que corren, le sugeriríamos la organización de un atractivo circuito por la Europa negra que uniese la visita del Valle con las de Auschwitz, Dachau y Mauthausen, degustaciones en determinadas cervecerías de Múnich y la saludable ascensión al Gran Sasso, de donde el Duce fuera liberado por Skorzeny: sería un éxito. Pero, al margen del humor, realmente negro, que encierra el intento de hacer de Cuelgamuros algo parecido a Eurodisney, en la intervención destacaba la idea, compartida por los contertulios derechistas, de que era preciso ratificar el borrón y cuenta nueva con el franquismo, visto en todo caso como periodo en el cual se gestó la modernización de que hoy disfrutamos. En un país donde la derecha franquista constituye sólo la opción política residual de una minoría de nostálgicos, ¿para qué perturbar la normalidad con los fantasmas del pasado?Por desgracia, los hechos se encargaron casi inmediatamente de demostrar lo infundado de ese diagnóstico de tranquilidad general, así como de esa desconexión entre los brotes totalitarios de hoy y el referente pretérito de los fascismos. Cierto que los grupos de jóvenes violentos, hinchas de equipos de fútbol o bandas de skin heads no leen a Rosenberg ni a Gentile -como advertía la voz en off del telediario de Altares, aludiendo a las teorías nazis, para extraer la tranquilizante conclusión de que la ideología no cuenta-, pero tampoco fueron grandes lectores en su día los miembros de las SA o de las escuadras negras en Italia. Es además comprensible que el fascismo de hoy sea un simple reflejo del pasado. Resulta demasiado evidente que, a partir de la evocación del régimen de Franco, no puede surgir de forma inmediata una movilización en el fin de siglo. Los caminos son otros, y en esto los ultrasur madridistas fueron pioneros: fundirse en una orientación social con apoyo de masas y radicalizaría, manteniendo viva la llama sagrada, gracias a la tolerancia de unos directivos felices por contar con tan eficaces agentes del miedo escénico. Ya al margen del fútbol, también son nuevos los chivos expiatorios de las bandas violentas: no quedan rojos, luego los golpes y las puñaladas se las reservan para los nuevos grupos, las minorías condenadas en el inconsciente colectivo: inmigrantes, homosexuales, drogadictos. A fin de cuentas, y en esto enlazan con sus abuelos, son chicos de orden.

Así que por poner las cosas en su sitio respecto del Valle de los Caídos, como intentaron entre interrupciones Nicolás Sánchez Albornoz y Eduardo Pons Prades, no se introduce ningún virus del pasado en la sana conciencia social española de hoy. Ni se trata erróneamente de conjugar el improbable regreso de personajes como Arrese, Girón o Serrano Suñer, en forma de epígonos. El propósito es otro, y algunas de sus consecuencias son fáciles de enumerar. Incluir la basílica en el contexto del arte fascista, dentro de su variante nacionalcatólica; precisar que su construcción fue todo lo contrario de una reconciliación entre los españoles, al hacerse sobre la base del trabajo esclavo de los vencidos, años después de terminada la guerra; enlazar el aterrador vacío estético del interior de la basílica con el ideológico de los dos líderes sepultados en este monumento franquista a la muerte; ver en el abrumador despliegue de volúmenes de las esculturas y de la cruz exteriores la metáfora del peso de la Iglesia oficial sobre la España de la posguerra, incapaz, no obstante, como aquéllas, de transmitir un auténtico sentimiento cristiano. Son propuestas interpretativas que me parecen aplicables a otras manifestaciones del franquismo y que, desde luego, podrían extenderse, de forma similar, a las de otros totalitarismos (estalinismo incluido).

El análisis se asocia aquí con la intransigencia. No cabe olvidar ni traducir la barbarie en evocaciones sentimentales. Aun cuando los programas dobles, la Cabalgata fin de semana, Diego Valor y la tableta Okal fueran entrañables, eso no borra el horror teñido de mediocridad que presidiera las condenas de muerte en la posguerra, la destrucción de tantas vidas profesionales, la suma de miedos, las ejecuciones ejemplares, de Grimau a Puig Antich y al 25 de septiembre, que salpicaron la normalidad, otra normalidad, la de la vida cotidiana bajo el franquismo.

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La reconciliación ha sido un saludable ejercicio de convivencia, pero no conviene permitir que se cuele en el presente ningún elemento que permita legitimar, ni ideológica ni simbólicamente, la aspiración al totalitarismo.

Porque esta propensión está ahí, como en los países de nuestro entorno europeo, y busca su legitimación simbólica en el pasado. Con elementos comunes y rasgos propios. En nuestro caso tenemos por ahora la ventaja de que carece de soporte político, y por eso resulta lamentable el intento de algunos publicistas consistente en asimilar Partido Popular, franquismo y fascismo. Pero la ausencia de voto fascista, y de organizaciones de masas, no excluye el riesgo creciente de movimientos sociales de esa inspiración, con entidad suficiente como para acabar de cuando en cuando con la vida de un joven, lisiar a otro y, en definitiva, ir llenando de inseguridad y miedo la vida de nuestras ciudades. Los síntomas son lo suficientemente graves como para preguntarse por sus raíces y exigir una pronta reflexión a los poderes públicos sobre las soluciones.

Los problemas de fondo son claros, y lo único que cabe es discutir sobre su peso relativo en la generación de la violencia. Ésta se encuentra, por lo demás, lo suficientemente extendida en nuestros medios urbanos como para avalar la hipótesis de que las bandas violentas de tipo nazi-militarista son sólo una forma de cristalización específica de aquélla. La actuación en profundidad es de tipo socioeconómico. Esa dimensión no borra, sin embargo, la presencia de los factores que inciden sobre la cristalización. Del papel de los antecedentes históricos ya hemos dicho algo. Hay además un aspecto de sobra conocido y reiterado, pero que no parece suscitar preocupación alguna: la presencia obsesiva de la violencia urbana en cuanto protagonista atractivo de las relaciones sociales en los medios de comunicación de masas. Los orígenes del fenómeno son muy antiguos: ya la sociedad victoriana descubrió en los relatos novelescos sobre el crimen un buen elemento de consolación para la presencia constante de ese mismo crimen, y de las causas socioeconómicas que lo generan, en la vida londinense. Para el hombre imaginario de cine y televisión, el recurso funciona igual y con eficacia creciente. ¿Por qué angustiarse ante una noticia de violación si cabe transformar el acto en algo tan divertido como nos muestra Kika? Gracias a las bandas criminales pueden existir las mil versiones de Harry el Sucio, de modo que el espectador descubre las estupendas consecuencias de que delincuentes y policías actúen vulnerando la ley. No cabe extrañarse de que una juventud sometida al bombardeo constante de la violencia-generadora-de-espectáculo asuma, por lo menos una parte de ella, esas pautas de comportamiento.

A continuación entra en juego el tema de la visibilidad, momento en que el alevín de movimiento social se la juega literalmente, ya que tiene que afirmarse frente a los valores del resto de la sociedad y ganarse su supervivencia, en este caso imponiendo su normalidad; es decir, la de su violencia sobre los demás. Sólo

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es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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