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Peinados caribeños

Los dominicanos no están sólo en la plaza de Aravaca, también hacen acto de presencia en el comercio. Primero fueron los bares, ahora le ha llegado el turno a las peluquerías: ya hay cuatro atendidas por caribeñas.Briseida es la encargada de una de ellas, llamada Sebastián, "porque es la línea de productos americanos que usamos". La peluquería abrió las puertas con la nueva dirección hace siete meses y su clientela es casi exclusivamente dominicana. "Españolas apenas vienen", dice Briseida. Y eso que lavar y peinar tiene un precio ajustado: 1.500 pesetas.

Briseida llegó a España hace varios años. Encontró trabajo como empleada del hogar y no como peluquera. "Tuve suerte", dice antes de explicar que su señora es la propietaria de la peluquería que ella regenta.

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Ya tiene los papeles en regla, al contrario que muchas de sus clientas. Está contenta. La peluquería no da mucho -sólo se llena jueves y sábados, cuando las empleadas de hogar dominicanas libran-, pero si permite independencia.

Briseida alisa el pelo a Bertiria, que ya es abuela, a pesar de su juventud. "Yo ando con miedo, porque no tengo papeles, pero pienso seguir luchando y trabajando para darle a mi hija una carrera. Estudia leyes", dice con satisfacción.

En la peluquería trabajan tres profesionales dominicanas que suprimen rizos casi sin parar. "Es que no nos gusta el pelo malo [rizado]", explican. Clientas y peluqueras se quejan del racismo y dicen que un taxista del barrio no las lleva por ser negras. Pero también hacen diferencias: "No todo el mundo es malo".

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A pocos metros del establecimiento, en la plaza de la Corona Boreal, dos mujeres de los Testigos de Jehová charlan con Mercedes Espinosa. Está sentada en un banco porque no tiene adonde ir. Tampoco se atreve a pasar de Moncloa. No conoce Madrid por miedo a que la policía le pida el permiso de residencia, del que carece.

Deportada con vuelta

Mercedes está triste. "Todavía tengo que pagar más de 300.000 pesetas de deuda por venir aquí. Como la primera vez me deportaron, tengo que pagar los dos viajes. Gano 65.000 pesetas y ahorro todo lo que puedo para los cuatro hijos que dejé all. Su falta me tiene mortificada, pero hasta que no arregle los papeles no puedo volver a verlos", dice. Las testigos le hablan de la Biblia y escucha con atención. Quiere estudiar, progresar.

José Dolores sale de la cabina telefónica, que luce carteles de la campaña institucional contra el racismo. "Yo soy del mismo pueblo que Lucrecia y me vine después de que la mataran. No me desanimé a hacerlo, porque en mi país no veía salidas". En la República Dominicana era policía, ahora busca cualquier trabajo.

"A mí no me han molestado nunca. Me llevo bien con casi todo el mundo", dice un poco más allá Corina. Tiene 18 años y ganas de salir adelante. Ha seguido los pasos de su tía Dominga, de 37 años, que la acompaña.

"Venimos a la plaza porque aquí se siente uno en familia", dice la mayor. Dominga recuerda la muerte de Lucrecia y confiesa que ha sentido miedo "en algún momento". "A veces dicen de los cascos pelados, de los rapados, pero no me ha pasado nada", matiza. Ya no aconseja a más familiares que vengan: "Con la crisis, las cosas están aquí como allí".

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