Nacionalismos y honestidad intelectual
El ardid es tan viejo, y tan rudimentario, que sorprende y apena verlo utilizado por un escritor de la talla y el talento de Antonio Muñoz Molina (El nacionalismo y el niño interior, EL PAÍS, 30 de octubre de 1993).El ardid es el siguiente: se toma el objeto que se quiere descalificar -sea una persona, una institución o un movimiento sociopolítico-, se reduce su perfil a dos o tres trazos gruesos, se le imputan cuantos rasgos puedan hacerle parecer aborrecible o ridículo y, una vez así caricaturizado, se le señala a la condena o al escarnio públicos, como si se tratase de un monstruo de feria. "¡Pasen y vean, señores, pasen y vean! ¡El nacionalismo babeante, que se revuelca en la sangre y come niños crudos!".
En el aludido texto de Muñoz Molina, la caricaturización comienza por el mismo singular del título: El nacionalismo y... Tratándose de un fenómeno tan poliédrico, que ha conocido y conoce tantas expresiones históricas diferentes y aun antagónicas, reflexionar sobre él in genera, como si fuera algo unívoco, una idea cerrada y monocolor, ya es caer en el reduccionismo y la demagogia. Pero el autor de Beltenebros no se detiene ahí. Puesto a elegir algunos ejemplos exóticos de nacionalismo, alude a Hitler, al IRA, al integrismo iraní y a los genocidas serbios. ¿Y por qué no a Mazzini, al Bloc Québecois, a Noruega o a Lituania? Sin duda, porque encajan peor en sus propósitos satanizadores. Es como si, puestos a discurrir sobre el socialismo, basáramos el razonamiento en Stalin, Kim Il Sung y Pol Pot...
Sin embargo, donde el fair play intelectual de Muñoz Molina se pone las botas es en la selección de líderes nacionalistas hispánicos: Àngel Colom, Xosé Manuel Beiras y Floren Aoiz. Ante todo, ¿por qué sólo esos tres, y no Arzalluz, Ardanza, Pujol o incluso Rojas Marcos? ¿Acaso porque estos últimos tienen una imagen demasiado "respetable", poco "marginal" para las necesidades discursivas del novelista jiennense? Y luego, ¿por qué Colom, Beiras y Aoiz en el mismo saco? Muñoz sabe perfectamente, puesto que "se entretiene" en leer sus declaraciones, que tanto el Bloque Nacionalista Galego como Esquerra Republicana de Catalunya son partidos que propugnan la autodeterminación por vías pacíficas y democráticas, y que ni a ellos ni a sus dirigentes cabe acusarlos de amparo y capitalización del terrorismo. Pero mezclando con Beiras y Colom al portavoz de Herri Batasuna se puede connotar al conjunto, a ese nacionalismo genérico, con expresiones como "terror", "sangre", "matarifes", "coche bomba" o "tiro en la nuca". Una argucia que haría palidecer de envidia al mismísimo doctor Goebbels...
Por lo demás, todo el hilo argumental de Antonio Muñoz Molina es una sarta de juicios previos, de afirmaciones subjetivas sin el menor amago de demostración textual o factual. Así, ¿de dónde infiere el autor de El jinete polaco que cualquier nacionalismo es incompatible con la autocrítica, que "los nacionalistas" nos atribuimos un pasado edénico y vivimos en la nostalgia de una Edad Media vernácula y feliz? Un servidor podría citarle, a renglón seguido, decenas, cientos de libros escritos en catalán y desde planteamientos que él tildaría de nacionalistas, en los que se desmenuza la historia lejana y reciente de Cataluña, se rebaten tópicos, se revisan interpretaciones más o menos románticas y se subraya el peso decisivo, de las debilidades y los errores propios en nuestra evolución como colectividad.
¿Y en qué se fundamenta para asegurar que "los nacionalistas" nos consideramos miembros de pueblos "elegidos" o "superiores"? ¿Qué complejo de superioridad o qué autocomplacencia hay en decir que un pueblo históricamente definido como tal -vasco, gallego, catalán o esloveno- es, simplemente, distinto de los demás, y titular de iguales derechos políticos, económicos o culturales que cualquier otro, grande o pequeño?
Los catalanes, en general, no pensamos que "hirsutos y renegridos españoles" nos hayan expulsado del paraíso, porque no creemos haber estado jamás en él. Constatamos, empero, que nuestra integración política en un Estado español de carácter unitario no ha sido fruto del libre albedrío, sino de la fuerza, desde el "habiendo pacificado por mis armas el Principado de Cataluña..." de Felipe V (Decreto de Nueva Planta, 1716) hasta la "entrada de nuestras gloriosas armas en territorio catalán..." del general Franco (Ley de Derogación del Estatuto de Autonomía, 1938), y nos parece que este vicio de origen debe ser tenido en cuenta en cualquier análisis ponderado de la cuestión catalana.
No, señor Muñoz Molina, los catalanes nacionalistas -y esta denominación engloba una variedad de planteamientos y de sensibilidades que le asombraría- no tenemos al español por un "idioma delictivo" a pesar de que, ciertamente, nos ha sido impuesto durante generaciones. Lo hablamos, lo leemos y lo escribimos -con mejor o peor fortuna- constantemente, lo apreciamos como una lengua fraterna, pero no es la lengua propia de Cataluña, no es la nuestra... Pienso que un escritor debería poder entenderlo.
De otra parte, llama poderosamente la atención en el artículo al que replico la ausencia absoluta de referencias al nacionalismo español. No ya al de Primo de Rivera o Millán Astray, sino, por ejemplo, al de ciertos diarios madrileños que, desde la caverna o desde un progresismo ful, llevan semanas disparando dardos envenenados contra la convivencia lingüística y la paz civil en Cataluña, como si lamentaran la inexistencia sobre la piel de toro de un Sarajevo al que "liberar".
En fin, el arrebato de Antonio Muñoz Molina demuestra -como ya lo hiciera la incursión en el mismo tema de Mario Vargas Llosa, el verano pasado- que el talento literario no tiene nada que ver con el rigor en el análisis histórico-político, ni es garantía de juego limpio en el debate de las ideas. Parafraseando al maestro Billy Wilder, nadie -ni siquiera esos raros espíritus superiores, inmunes a las bajas pulsiones nacionalistas- es perfecto.
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