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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Italia, ante el abismo

EL HECHO de que el jefe del Gobierno italiano, Ciampi, haya tenido que desmentir -para evitar reacciones incontroladas de la Bolsa- los persistentes rumores sobre la dimisión del presidente de la República, Oscar Luigi Scalfaro, demuestra que ha sido escaso el efecto del patético discurso pronunciado por éste la semana pasada -interrumpiendo todos los programas de televisión- para denunciar una maniobra dirigida contra la seguridad del Estado. El miedo a una dimisión de Scalfaro se explica porque éste es hoy el único agarradero para que el Estado italiano pueda dar el paso hacia una nueva legitimación democrática. El esquema previsto para ello es que el presidente convoque elecciones parlamentarias: en éstas surgirá una nueva clase política, distinta de la que hoy ocupa el Parlamento sin apoyo popular y hundida, en un altísimo porcentaje, en la corrupción que los jueces han sacado a flote.Si Scalfaro dimitiese, correspondería al actual Parlamento -pese a su total desprestigio- elegir a un nuevo presidente de la República. Sería una transición llena de peligros de todo tipo. En general, hoy se descarta la idea de un golpe de Estado puro; pero si el marco político, ya tan endeble, empeora, no se podrían descartar las aventuras más demenciales. De ahí la gravedad especial que tiene el ataque contra Scalfaro, aunque se inscriba en la práctica ya habitual estos últimos meses de las constantes acusaciones de corrupción que se han abatido sobre políticos, dirigentes de empresa, funcionarios, militares y últimamente sobre miembros de la magistratura.

En concreto, Scalfaro, que fue ministro del Interior entre 1983 y 1987, es acusado por antiguos jefes o funcionarios del SISDE (servicio de información italiano) de haber recibido entre 60 y 100 millones de liras al mes de los fondos secretos de dicho servicio; lo mismo, por cierto, que recibían otros ministros. En su intervención televisiva del viernes pasado, Scalfaro dio rienda suelta a la irritación que le habían producido esas denuncias injustas y, generalizando el tema, dijo que Italia era víctima de "un atentado metódico y fatal perpetrado contra la existencia, y el funcionamiento de todos los órganos de la seguridad del Estado". Pero, una vez lanzada la acusación, algunos de los viejos políticos más enfangados en la corrupción, como Andreotti y Craxi, no han dudado en agregar su grano de arena al intento de desprestigiar a un presidente de la República que es uno de los pocos políticos que conservan fama de honorabilidad.

En esta situación, es evidente que la convocatoria de las elecciones para un nuevo Parlamento se hace más y más urgente. En principio, nadie está en desacuerdo, pero hay una tendencia evidente, en Ciampi, Scalfaro y en lo que queda de los viejos partidos, a retrasarla todo lo posible. Sin duda con la esperanza de desgastar así a las nuevas fuerzas que se anuncian como futuras vencedoras: sobre todo la Liga (con sus posiciones amenazantes para la unidad italiana), los antiguos comunistas del Partido Democrático de Izquierda (PDS) y otros partidos más pequeños (como la Rete) que se han presentado como defensores de la pureza y la austeridad.

Sin embargo, lo ocurrido en los últimos meses indica que cuanto más se aplaza la consulta electoral, mayores son los escándalos que saltan a las primeras páginas de los periódicos. Y no sólo entre los políticos. En el mundo de los negocios, el caso De Benedetti, después de la inculpación de nueve directivos de la Fiat, muestra una Italia en la cual la corrupción era componente esencial de todo el entramado económico-social. La necesidad de cierta ruptura, de que el pueblo designe a nuevos representantes, es, pues, insoslayable. Sin duda, los peligros de una consulta en este clima apasionado son reales. Pero menores que dejar que la acumulación de los escándalos abone el terreno para reacciones externas al marco democrático.

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