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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Tragedias olvidadas

EXISTEN EN África extensas áreas en las que la desesperanza y la miseria, el sufrimiento y la desolación son el acontecer cotidiano. Aquellas tragedias hacen palidecer situaciones que, como en el caso de Somalia, Sudán o Guinea Ecuatorial, tenemos por costumbre contemplar con horror. Y sólo cuando el desastre se recrudece y sus ecos llegan a oídos de la confortable audiencia del primer mundo se cobra la sensación de escándalo ante la crueldad de los tiranos. Son los casos de Burundi y Angola.Desde la independencia de Burundi, en 1962, está sin resolver un grave problema tribal que opone al mayoritario pueblo hutu contra el minoritario pero dominante tutsi. Ha sido entre los tutsis donde se ha planteado la lucha política clásica de la descolonización africana: un reino obtiene la independencia, poco después un militar da un golpe de Estado y proclama el partido único, y a partir de ese momento se suceden las revoluciones. Pero a ello se superponen los enfrentamientos tribales: tras cada rebelión, los tutsis han acusado a los hutus de desestabilizar el país y han aprovechado para provocar un baño de sangre.

Ahora, un grupo de militares tutsis da un golpe de Estado y asesina a quien era el primer presidente democrático del país, Melchor Ndadaye, y a seis de sus ministros. Por añadidura, Ndadaye era el primer mandatario de etnia hutu y su llegada al poder había sido anuncio de grandes cambios constitucionales que deberían recortar el poder de los tutsis. Pero los 5.000 integrantes del Ejército son los verdaderos guardaespaldas de esa minoría y ejercen sobre el resto del país un auténtico régimen de discriminación. Ellos son los culpables de esta nueva matanza.

El primer atisbo de presión internacional -el anuncio de que se congelaba la ayuda occidental- ha bastado para que los golpistas pidieran a la primera ministra, Sylvie Kinigi, que volviera al poder a cambio de una amnistía que el poder democrático haría bien en negar. Sólo en estos casos la presión internacional tiene un efecto inmediato: cuando los países afectados son débiles y sus recursos escasamente ambicionados por los poderosos.

Un caso distinto, pero igualmente trágico, es el de Angola. El peor ejemplo de la guerra que allá se libra es el de Cuito, la pequeña ciudad escenario desde hace nueve meses de feroces combates entre las fuerzas gubemamentales y las rebeldes de la Unión Nacional para la Independencia Total de Angola (UNITA): los habitantes allá atrapados se han visto obligados a practicar el canibalismo para sobrevivir. Cerca de medio millón de personas han muerto en el último año en una Angola que desde hace más de una década padece un conflicto que la comunidad internacional no es capaz de detener. Mueren a diario unas mil personas -casi un tercio, niños- y tres millones de angoleños se han convertido en refugiados en su propio país.

Los grandes culpables de la tragedia son UNITA y su líder, Jonás Savimbi. Este grupo guerrillero -que rechaza el resultado de las primeras elecciones libres celebradas hace un año- ocupa el 80% del territorio. La causa alegada -impedir un genocidio tribal- carece de credibilidad, aunque ello tampoco exonera al Gobierno del presidente Dos Santos, que chapotea en la incompetencia, la corrupción y, ahora, la brutalidad en la conducción de la guerra.

La única vía para la paz es, como en Burundi, la presión internacional: no sólo desde la ONU, sino también desde Suráfrica, tradicional aliada de Savimbi, y otros países desarrollados, como Francia, hasta ahora valedora de UNITA, acaso por defender sus intereses petrolíferos. Todo menos el olvido en que la tragedia se consuma.

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