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Tribuna
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Nieblas

El vejete de pómulos incendiados por años de buen lambrusco sale de la casa. La espesa niebla de la bassa padana le envuelve con fantasmagórica avidez. Aparece una misteriosa vaca de mirada vacía. Tiene miedo el vejete."¿Sono morto?", se pregunta. No, no lo está: unos niños se mofan de él, y en un acto aparentemente tan poco compasivo le ofrecen la confianza que más desea: la de que todavía se halla entre los vivos. El vejete vuelve a entrar en la casa, donde poco antes ha entonado ese particularísimo himno a la vida consistente en tirarse tres pedos (scoreggie, en dialecto de la Romagna) tras haber comido (Amarcord).

La cultura de la bruma. Giovanni Guareschi, con precisión típicamente milanesa, dijo de la llanura del Po que era la fábrica de la niebla y Dino Buzzati, heredero a la italiana de la lección de Kafka, envolvió muchos de sus relatos en ese intangible que difumina visiones y apaga sonidos. Federico de Rímini no podía substraerse al mandato geográfico: ese espacio de nadie que se produce cuando el cielo y la tierra confunden sus identidades y dejan a los objetos levitando, tenía que ser por fuerza un escenario recurrente en el imaginario de este artesano de sueños imposibles.

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En el final era el verbo

Niebla como clima dramático: aquellos niños que bailan, vistos y no vistos, en un palacio deshabitado o ese pavo real que despliega la belleza ofensiva de su cola (otra vez Amarcord); aquel rinoceronte izado a un barco (E la nave va) o ese caballo desbocado galopando por una autopista (Roma), todo entre velos, conforman una galería de máscaras barrocas que se encaraman a nuestras propias sombras interiores.

La carnalidad más extrema

Junto a ellos, se abre paso la carnalidad más extrema: las rotundas nalgas femeninas, recubiertas por faldas negras, desparramándose sobre los sillines de las bicicletas, la celebrada contundencia pectoral de la tabaccaia, las zalemas de la Gradisca o la avidez lasciva de la Volpina (Amarcord); las bocas desmesuradamente abiertas de los cantantes en plena tenzone lírica (E la nave va); la gula inmensa del cardenal que engulle un dulce en el refrigerio previo al apoteósico desfile de modelos eclesiásticos (Roma); o el recurrente salchichón natalicio de grasientas hechuras (Ginger e Fred).

El mago está siempre detrás, de un mundo tanto como del otro. En realidad, es un mismo universo con el que el mago juega a su antojo. Nadie se atreve a descubrirle el juego, salvo Anna Magnani, célebre actriz que vuelve a su casa tras un duro día de trabajo (Roma).

"Anna ¿puedo hacerte una pregunta?", inquiere el director, cuya cámara ha perseguido el espléndido taconeo de la señora en un desazonador travelling por sombrías callejas. "¿A esta hora?", contesta ella. "Ma va' a dormire, Federico, va' a dormire ".

Ha hecho caso a su amiga el viejo zorro: se ha ido a dormir. El problema es que con ello ha disipado las últimas nieblas que nos quedaban. Va a ser más dificil soñar a partir de ahora.

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