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Tribuna
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En el final era el verbo

A Fellini le ha callado la única que podía hacerlo, esa sombra esquelética e inoportuna que nunca se ve venir cuando llega. Italia sin él se va a quedar muda, y todos somos Italia.Un periodista amigo suyo contó, en palabras aproximadas, esto: el verdadero talento de Fellini aparece cuando hace una mala película. Es inteligente y sabe que no es buena, pero no lo reconocerá ni a tiros. Tú le llamas y le dices con voz ofendida: "Pero, Federico, ¿cómo has podido hacer esa mierda?". Se cabrea, pero se ríe, lo disimula y finge que tu opinión le trae por completo sin cuidado, que no le duele un juicio adverso. En realidad, le has jodido. Al poco rato se le van los frenos y comienza a perder los estribos: levanta inesperadamente la voz y te grita que lo que pasa es que eres un maldito crítico y, por tanto, un tarugo ignorante, y que no has entendido nada de la película porque tus entendederas no llegan a ella. Entonces, y a poco que aguantes el chaparrón, él tome confianza y te deje tirar de la lengua, te la cuenta, para que te enteres. Conviene entonces buscar un sillón cómodo y tener a mano una copa y cigarrillos, porque la cosa va para largo y merece la pena disfrutarla. Es un espectáculo irresistible oírle contar sus malas películas. Mientras las cuenta las va arreglando con tanto desparpajo que las convierte en otras películas completamente distintas, y éstas sí son geniales.

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Hay verdad en esto. Fellini fue un cineasta de especie única, y probablemente había detrás de ese desparpajo un hombre más inseguro de lo que parecía, frágil e incluso quebradizo; y, sin embargo, movía sus suaves emociones primordiales en un tobogán de verbena torrencial, que daba la impresión de una seguridad mineral.

Siempre llevó dentro algo de feriante y de cómico de la legua. Y ahí es donde encaja esa imagen proporcionada por su amigo periodista: como hombre de feria -es decir: como embaucador y charlatán- Fellini era capaz, y lo fue efectivamente, de arrebatar a Dios la autoría del mundo.

Un yo insaciable

Su yo era tan insaciable de sí mismo que no tenía pudor en convertir la vida de Casanova en un asunto vivido sólo para que, dos siglos después, él lo contase. El pudor le era naturalmente ajeno: era de los que podía comentar coloquialmente: "Yo, Garibaldi, Bonaparte y Dante coincidimos en que el problema de Italia..." y dar a su pasmado interlocutor sensación de estar hablando no con un megalómano de atar, sino con un sujeto condescendiente e incluso humilde.

Hay que ser miope para no ver en su ingenio para el embaucamiento y la charlatanería de eterno feriante una fuente formal de su cine, de su buen cine, que es precisamente el que emprende los vuelos imaginativos más a ras de baja tierra: el melodramón miserabilista de carreta que es La strada; el sainete urbano arrabalero que hay en el fondo de los fuegos de artificio de Roma; el cuento melancólico que encubre a una comedia burguesa licenciosa en los trenzados de Amarcord; el feísmo que guardan en su forro las lentejuelas del vodevil de Ginger y Fred, y, muy por encima del todo el resto de su obra, ese singular islote de plena perplejidad: la expresión cínica e irónica de su abismo íntimo y su desconcierto al darse cuenta de que era un narrador mundialmente célebre que siente que nada tiene que narrar a nadie, lo que dio lugar al milagro de sinceridad de Ocho y medio, su único filme genial y el único que, por la irrepetible identidad que en él se produce entre creador y criatura, podía serlo.

Juegos pretenciosos

A Fellini se le ha tomado demasiadas veces demasiado en serio, y ésa es una manera un poco imbécil de no saber disfrutar de su talento. Ciertamente, él mismo se metió a veces en engolados berenjenales estéticos, en juegos intelectuales y en alegorías gesticulantes y con frecuencia pretenciosas.

En estos casos -desde Giulietta de los espíritus a La voz de la Luna, pasando por Casanova, La entrevista, Y la nave va y La ciudad de las mujeres, entre otras hipérboles tan encumbradas como vacías, no pasó de hacer retórica. Brillante, pero retórica. A veces incluso noble, pero retórica. Ante estos filmes, la mirada encendida de Pier Paolo Pasolini habría sacado otra vez el pedernal que una vez echó chispas mientras el poeta hablaba del insoportale lado blando y condesceniente de su arrogante y arroador colega.

Y es que ahí donde Fellini -embaucador embaucado por sus beatos, que también a veces cometió la torpeza de tomarse demasiado en serio a sí mismo- olvida su fértil condición de trotamundos varado, de feriante sin feria, y su capacidad -única en la historia del cine- para elevar a sublime lo rastrero que se deshilacha y pierde cohesión, vértebra. Y donde, por consiguiente, invierte la ecuación del talento y se dedica, como hace el simulador, a matar moscas con cañones, en lugar de matar cañones con moscas, que es la tarea específica del verdadero artista, del artista de fuste.

Son ésas y otras películas obras de un superdotado para el jugueteo con las imágenes, pero obras fatalmente menores, a veces incluso obras triviales, precisamente porque están disfrazadas de lo contrario, y mienten, por tanto: son menos de lo que parecen, que es precisamente la artimaña específica del arte de embaucar.

Y, sin embargo, Fellini era cuando acertaba dueño de su coqueteo con la vanidad y sabía burlarse de ella y de su sombra. Este cronista fue testigo casual de uno de sus ejercicios de megalomanía al revés, en el que Fellini improvisó una película inolvidable, que otorga credibilidad a lo contado por aquel amigo periodista: hizo de viva voz una cruel y desternillante parodia de una beata exégesis de Amarcord escrita por un crítico cinematográfico de los que en la jerga se llamaban entonces estructuralistas, y aquello fue tanto o más divertido como la propia película estructuralizada.

Su coletilla, su the end en aquel feroz e irresistible ejercicio de autodesacralización, fue grave y, encubiertamente, crispada: "Algo no debe funcionar en una película que convoca tantas imbecilidades juntas". Despedida amarga y despiadada a las alabanzas de aquel beato semiólogo francés que veía en Fellini rastros de la sombra del Dios desvalido que siempre soñó ser.

La memoria

Dijo una vez: "El cine es un modo de competir con Dios".

Y Fellini compitió: se hizo a sí mismo de su propio barro.

Contó otra vez: "Nací a los 22 años, por lo que tuve que inventar mi infancia. La memoria no domina en mis películas, que aunque lo parezcan no son autobiográficas: inventé tanto mi infancia como mi nostalgia de ella, por el placer de contarlas".

Otra manera de llevar la contraria, esta vez al mismísimo Evangelio: en el final era el verbo y el verbo era yo. Es así como Fellini, sin parar de hablar de sí mismo, acaba con la patraña de la subjetividad de su cine: convirtiendo a su enorme yo en un objeto fabricado por él mismo. E Italia, o sea, todos, nos callamos un poco más de lo que estamos: se nos murió el verbo.

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