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Las cosas rotas

Juan Cruz

Los barcos cubanos que recalaban en Tenerife a finales de los años sesenta iban cargados de discos endebles con la voz lenta de Pablo Neruda. Nosotros la escuchábamos mientras comíamos arroz con frijoles en aquellos bajeles húmedos.Eran tiempos en que la esperanza y la vida tenían símbolos por todas partes y crecían tanto que parecían imbatibles. Pero aquel mediodía el capitán interrumpió el arroz, la poesía y la risa y dijo que Fidel Castro iba a anunciar por los altavoces que habían matado al Che en Bolivia. Ahí empezó a romperse uno de los flecos del mito. Quedaba la poesía, si en lo que respecta a la política, ya resquebrajada, se abrigaba la palabra Chile como el póster restante. Seguimos oyendo a Neruda, en los barcos o en las habitaciones de los colegios mayores, y nos pasábamos los discos cubanos como antes nos habíamos intercambiado los manifiestos.

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Un día de 1970 llegó el propio Neruda, también en un barco. Iba camino de Valparaíso, con Matilde Urrutia, y recalaba en la isla contraviniendo su decisión de que mientras viviera Franco no pisaría tierra española. Pasó por Barcelona, y parece que allí rozó España, pero en Tenerife la pisó del todo: encontró a sus viejos amigos surrealistas -Pérez Minik, Westerdahl, García Cabrera- y habló con ellos de experiencias comunes -la guerra, la Casa de las Flores, Caballo Verde para la Poesía, Gaceta de Arte- con el candor de los muchachos que se reencuentran tras unas largas vacaciones colegiales o después de un desastre sobre el que guardan silencio. Se rieron mucho y nosotros les veíamos como como si nada se hubiera roto de veras, como si todo hubiera sido un sueño terrible de poetas melancólicos.

Su viaje, que se interrumpió en la isla para hacer carcajadas, iba a tener un final feliz, de nuevo la esperanza en un horizonte de espejos rotos. Iba a apoyar la candidatura socialista de Allende a la presidencia de Chile. Tres años después, sobre aquel triunfo del poeta creció la hierba de la melancolía, la rabia ante el despojo; se hizo de hierro y cruel aquel verso suyo -"las cosas rotas, las cosas que nadie rompe pero se rompieron"- y la barbarie rompió con saña toda esperanza e hizo avanzar la muerte sobre aquella cara que reía como un chiquillo mientras decía adiós hacia Valparaíso.

Maldición para aquellos y también para los que les perdonan hoy, misericordes hipócritas de este lado incólume del mundo en el que ya hay no sino cosas rotas.

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