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"¿Por qué no le cortáis los cuernos a vuestro padre?"

P. Romero / Cuatro rejoneadoresToros de Pablo Romero, de gran trapío pero con los cuernos exageradamente cortados; dieron juego excepto 1º y 5º, mansos. Luis Domecq: división. María Sara: silencio y saluda. Javier Mayoral: algunas palmas y saluda. Antonio Domecq: aviso y oreja. Por colleras: Luis y Antonio Domecq: oreja. Mayoral-Sara: dos avisos y silencio. Plaza de Guadalajara, 17 de septiembre. Primera corrida de feria. Cerca del lleno.

JOAQUíN VIDAL

Pena, vergüenza, rabia contenida, ganas de afiliarse a la Sociedad Protectora de Animales y Plantas daban al ver aquellos torazos Pablo Romero con las astas cortadas por la mitad, quizá más, y convertidas en desgraciado muñón. Los toros para rejoneo pueden despuntarse, pues lo autoriza el reglamento, pero dónde está escrito que ese arreglo ha de consistir en serrarles la cornamenta casi entera y dejársela hecha una ruína. El afeitado, con autorización o sin ella, ya está pasando de castaño oscuro. Cierto día de figuras, en Las Ventas, emergió del tendido siete la voz de un aficionado conspicuo, que se dirigía al callejón donde estaban los taurinos fumándose un puro, y les preguntaba con tono lastimero: "¿Qué os han hecho los pobrecitos toros? ¿Por qué les cortais los cuernos, hombre? ¿Por qué no les cortais los cuernos a vuestro padre?". Y el resto del público apoyó la moción, con gran alborozo.

Toros de un hierro histórico -Pablo Romero, nada menos-, mutilados y escarnecidos. Debería constituir delito, perseguible de oficio. Y pues sobre una impresionante seriedad de toros bravos lucían bellísima estampa, la afición se rasgaba las vestiduras, se arrancaba a manotazos las barbas, quería saber quién tuvo la infeliz idea de echarlos al rejoneo. Porque toro que va al rejoneo, toro que mechan y lo dejan hundido en la miseria.

Los rejoneadores aducen que un caballo de sangre pura y esmerada doma, vale una fortuna. Y es verdad. Pero entonces que lo dediquen a pasear por el cortijo o a las exhibiciones ecuestres. El toro no ha de ser víctima propiciatoria de la valía de un caballo ni de los discutibles privilegios que reivindica quien lo monta. El toro ha de saltar a la arena tal cual lo parió su madre, la vaca, íntegro de cabeza a rabo.

La lidia no es la ocurrencia de un chusco, que se levantó cierta mañana, y fue, y dijo: "Voy a inventar la fiesta: un tío gordo con castoreño le rajará los lomos al toro, otro de recia pantorrilla le prenderá garapullos, y verás que risa. Y para variar, expertos jinetes la emprenderán a rejonazos con el animalito de Dios, que va listo, pues le cortaremos los cuernos". Sangrar al toro lo imprescindible para ahormarle y, principalmente, medir su bravura, es el fundamento (por tanto, la única justificación), de los tercios de la lidia. Todo lo demás, desde las alevosas agresiones de la acorazada de picar o los rejonazos a mansalva hasta el afeitado, será legalmente lícito, pero también éticamente reprobable, eso si no acaba constituyendo una repugnante manifestación de barbarie.

Los rejoneadores del festejo guadalajareño, rejonearon con relativo acierto. Luis Dornecq toreó bien un manso, luego lo acuchilló por un costado. María Sara banderilleó con buenos quiebros y mató bajera. Javier Mayoral estuvo eficaz. en banderillas y lo contrario con los rejones letales. Luis Dornecq realizó las suertes más toreras, incluídos giros espectaculares al salir de ellas, y pese a matar mal, ganó una oreja.

Después vino la infamia esa de las colleras: ambos rejoneadores armados (en contra del mandato reglamentario), tundían al toro, que no sabía de dónde le venían los tiros. Si no llega a ser por el presidente, que tuvo una actuación impecable e intentaba poner orden allí midiendo los tiempos, aquello habría sido una carnicería y un desmadre. Su padre.

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