Al otro lado del espejo
Para los españoles Raymond Burr se convirtió en actor el día en que le vimos en televisión, resolviendo en media hora los embrollos más inmensos. Pero, entonces no se llamaba Raymond Burr sino Perry Mason. Era mejor así. Antes, desde 1946, su cara sólo podía ser relacionada con el mal. La habíamos visto en Un lugar en el sol, la enfática versión que dirigiera George Stevens de la famosa Tragedia americana de Dreiser. Y lo habíamos entrevisto en muchas cintas de segunda fila: en películas del Oeste, aventuras de Tarzán, sórdidas andanzas gansteriles, reconstrucciones históricas de cartón piedra o insensatas obras de ciencia-ficción. Al pobre Raymond Burr le incluyeron en la línea de los Elisha Cook, Richard Widmark, Peter Lorre y tantos otros grandes actores especializados en poner en peligro al guapo galán, a las ancianas ricas o a toda la humanidad.El Burr malo no era muy sutil. Se le notaba enseguida lo que quería. No era uno de esos malvados inquietantes, que le compran helados a los niños y luego, cuando la criatura duerme, la pinchan para inocularle la peor de las enfermedades. Burr aparecía con el pistolón y disparaba. O con la media en las manos y estrangulaba. Hitchcock aprovechó esa unidimensionalidad en La ventana indiscreta y fue ahí donde Burr comprendió como poclía modificar su destino y ponerse al otro lado del espejo, salir del encasillamiento de las malas intenciones, que sólo permite éxitos esporádicos y mucha figuración distinguida, para pasarse al bando de los honrados perseguidores.
James Stewart, enyesado, inmovilizado y mirón, descubriendo la magia del cine de Tad era testigo desde la ventana de su apartamento de un crimen. Burr era el asesino. Paralizado en su silla, maquinando sin cesar a partir de la vida de los demás, Stewart era algo así como la premonición de Ironside, el investigador en silla de ruedas en que Burr se convertiría entre 1967 y 1974. El papel de su vida. Los actores siempre dicen lo mismo de su oficio: "Ser actor consiste en saber esperar". Y nada mejor que esperar sentado y en silla de ruedas.
Si en 1954 perdió la batalla ante James Stewart, que se defendió deslumbrándole a base de flashes, en 1957, como Perry Mason, inicia el camino que ha de conducirle al estrellato rodante. Sabía que el cine moría y no estaba dispuesto a más bromitas intelectuales, como la de que un fótografo le flashease. Si Hollywood no le había querido sutil, en la televisión nos lo iba a hacer pagar a todos. Ni un solo caso escapó a su perspicacia. Sabía con quienes se enfrentaba. El también había conocido el lado oscuro y ahora, con su sonrisa maliciosa puesta al servicio de los ganadores, arrasaría. Así fue.
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