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Plaga de ficciones enfermizas

Y ya que Spielberg nos echó del cine y nos condujo a las arenas movedizas de la patología colectiva, sigamos en ellas, porque aquí somos víctimas de una plaga de ficciones enfermizas e incapaces de escapar del cerco de lo excepcional considerado no como transgresión poética, sino como conversión de lo raro en norma, de lo bestial en caricia y de lo insignificante en signo. Por ejemplo, ¿a qué viene y de dónde procede esa alarmante epidemia de prácticas sexuales incestuosas que se repite sistemáticamente desde hace ocho días en las pantallas del Lido veneciano?Ayer mismo, Jennifer Chambers Lynch, que acapara todos los oportunismos de su famoso padre, David, y ninguna de sus gracias, nos trajo en su Boxing Helena el último toque de incesto. Y va de posmodema la cosa. No así en La próxima vuelta del fuego, obra del campanudo italiano Fabio Carpi, que va de intelectual comprometido a la antigua, lo que no le impide hacer que el bueno de Jean de Rochefort organice en su casa la vida de modo que liquide a su anciana madre paralítica, imponga a su madurita esposa la ley de la cocina y se beneficie con toda naturalidad a su preciosa hija, a la que le va el guiso y sustituye sin trastornos íntimos trasnochados a su madre en la cama de su padre.

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Edificante conducta, que constrasta con los atormentados remordimientos que el pobre muchacho polaco autista de las Conversaciones con el hombre del armario, organizados por un tal Mariusz Gregorzek, nos hace padecer como consecuencia de las presiones sexuales reprimidas de su mamá viuda y con tendencia a ejercer en las aceras del extinto comunismo el viejo oficio de las putas vocacionales. Y la cosa, para mayor inri, va de católica. Al contrario que la argentina María Luisa Bemnerg en De eso no se habla (por otro lado con rasgos de muy estimable película y que incluso merece un premio), cuyo anticatolicismo mete en la misma cama a un cura con una fondona protestante, mientras Marcello Mastroianni se enamora locamente de una niña enana a la que educa. Termina en boda y en cuernos, pues la enanita resulta ser ligera de cascos.

Pero trabajarse a una niña enana es un ejercicio de líbido sana, si se le compara con el de turbia promiscuidad con que el francés Bertrand Blier nos alegra los ojos en Uno, dos, tres soles, otra vez con Mastroianni, pero no como viejo seductor de niñas enanas, sino como oligrofrénico padre alcohólico de una camada de colegas suburbanas con comezón en la entrepierna y una expeditiva inclinación a abrirlas de par en par ante la presencia de cualquier prominente paquete en unos pantalones.

La cosa se agrava cuando el portugués Joao Botelho hace que su muchacho protagonista de Aquí en la tierra desnuque a un anciano que se ha llevado al huerto a una adolescente y nos invite a presenciar un singular caso, mediante pedrada en la nuca, de coitus interruptus. Y la cosa va de dramón existencial intimista; es decir, un asunto ligerito si se le compara con el inefable que nos cuenta, en La sombra de la duda, la francesa Aline Isserman: un padre fascista disfruta a pierna suelta cuando, en el retrete de la casa y mientras desaloja sus tripas, obliga a su hijo de ocho añitos a hacerle una fellatio, cosa que obviamente se le pega al jovencísirno felador en la memoria y, treinta años después, ya crecidito y casado, haga otro tanto con su hija de doce años y, lo que es rizar el rizo, con su hijo de cuatro. Ni más ni menos. Y la cosa encima va de denuncia.

Pero todo lo anterior son florecillas franciscanas comparadas con las hortalizas del australiano Rolf de Heer en Bad Boy Bubby, historia de un subnormal profundo, que a los 34 años todavía no sabe hablar y con cuyo infatigable y enorme miembro viril su tetudísima madre se consuela del abandono del padre, que un buen día vuelve a casa y el muchacho, al ver a mamá ponerle los cuernos con papá, asesina a ambos y se da a las calles en busca de otras pechugas fellinianas, que acaba encontrando en una enfermera de parapléjicos, que lo trinca y lo secuestra pues tamaños como el que arman la entrepierna del subnormal escasean en Adelaida.

Y uno, abrumado por tanto amontonamiento informe de respuestas al nuevo catecismo, añora la castidad judía de Woody Allen, que en su genial Manhattan mistery murder hace bordados con el precario equilibrio de los hombres de a pie, los que no preñan a su madre o a su hija, y se reserva la práctica del incesto para ejercerlo de verdad en los rincones oscuros de su apartamento neoyorquino.

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