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Tribuna
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Bollería

El Gobierno francés va a proteger por decreto la baguette, que es ese pan langaruto, muy apreciado por quienes se ponen a plan. Los franceses, una vez más, salen en defensa de lo suyo. ¿Que el consumo de baguettes disminuye como consecuencia de la panificación industrial y las modas foráneas? Pues se incentiva su producción por decreto. La baguette forma también parte de la grandeur.

En España somos más a la pata la llana, ahí me las den todas, viva la virgen (o, alternativamente, viva Cartagena), damos poca importancia a nuestras cosas aunque sean orgullo del genio creador patrio, y así nos va. Ahí tenemos el botijo, que jamás recibió apoyo de los poderes públicos; o la boina, asombro mundial en sus dos versiones: la capada y la sin capar. Y en lo que a bollería se refiere, el churro y la porra, auténticas instituciones, sin cuya presencia el café de las once carecería de sentido y la vida laboral sería insoportable; los fartóns, muy apreciados en la comunidad valenciana, que valen lo mismo para el chocolate espeso que para la horchata líquida, para un roto que para un descosido; la ensaimada mallorquina; el sobao pasiego; la mona de Pascua; el almorí meloso; la madalena, que perdió su g primigenia en un arrebato de modernidad; la hogaza candeal y el chusco munición; el hornazo relleno de sólidas viandas; el farinato embutido en su propia miga; el mojicón; la mantecada; los mostachones; los bizcochos del cura y los pellizcos de monja. El arte bollero español ha llegado a concebir hasta el relleno de la pura nada, y lo llama buñuelos de viento. Todo un tesoro de la hornería que puede desaparecer arrastrado por las multinacionales del ramo, pues no tiene decreto que le asista. Y entonces habremos hecho un pan como unas hostias (llamadas también obleas).

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