Hospitales, cementerios (3)
El boletín de información mensual del Ministerio de Higiene y Salud Pública de la Presidencia, editado poco antes de mi llegada, revela en toda su crudeza la magnitud del genocidio perpetrado desde abril de 1992 contra el pueblo bosnio: 140.000 muertos (de ellos 9.040 en Sarajevo, 15 1.000 heridos (53.095 en Sarajevo), 1.835.000 personas "desplazadas", 156.000 detenidos en campos de concentración serbomontenegrinos, 12. 100 paralíticos e inválidos (de ellos, 1.280 niños), una cifra aproximativa de 38.000 mujeres violadas.Apenas instalado en el hotel, decido visitar el hospital de Kosevo, el más amplio y moderno de la ciudad.
El trayecto por Kranjcevica y Dure Dakovica es un primer indicativo de las estrecheces y apuros de los sitiados: la mayoría de los peatones cargan con manojos de bidones de plástico en busca de agua o los transportan en carretillas, carritos del tipo de los existentes en estaciones, aeropuertos y grandes almacenes, cochecitos de bebé, bicicletas, carriolas, patinetes, botijos sostenidos en andas. El transporte de madera acapara también las fuerzas de numerosas mujeres y hombres que suben la cuesta del barrio en el que se halla el hospital.
El director de la clínica de traumatología, doctor Fayuk Kulenovic, traza un cuadro sombrío de la situación: sin agua, sin electricidad desde hace nueve días y sólo 10 litros en el depósito de combustible que alimenta el generador del quirófano, se ven obligados a operar de día, en los pasillos más expuestos al fuego enemigo, a fin de aprovechar la luz de las ventanas. El generador lo reservan para los heridos ingresados de noche.
"¿Qué ocurriría si lanzaran hoy mismo miles de granadas?".
"Nos veríamos forzados a operar o amputar con velas o lamparillas de petróleo".
El doctor Kulenovic nos acompaña a mí y a mis amigos a un moderno conjunto de salas de traumatología sumidas en la penumbra. Los dispositivos de control, cardiógrafos, rayos X no marchan por falta de electricidad; necesitan urgentemente anestésicos, vendas, antibióticos, jeringuillas. El depósito de oxígeno está casi agotado; el bloque operatorio permanece momentáneamente cerrado a causa de un impacto de obús; en cuanto al autoclave del centro de reanimación, funciona con leña.
Pasamos a las salas de los hospitalizados. En la escalera nos cruzamos con mutilados en curso de readaptación: mancos, cojos con o sin muletas, un hombre desprovisto de los dos brazos. En la habitación en la que yacen tres heridos graves, el doctor Kulenovic apunta con el dedo al boquete abierto por un obús que pasó entre dos camas y afortunadamente no explotó. Imágenes insoportables de tres mujeres recién ingresadas: dos heridas por bombas de mortero, la tercera alcanzada en el cuello por la bala de un francotirador cuando iba cargada de bidones en busca de agua.
Cada caso una historia, cada historia un horror. Miroslav Bajic, de 46 años de edad, origen croata, camina con muletas y se sienta para hablar al borde de su cama. Una granada estalló junto a él cuando andaba por la calle y se desangró largo tiempo a causa del bombardeo porque nadie podía socorrerle en medio de la calzada. "Los chetniks, dice, quieren sembrar el odio en nuestros corazones para impedir que sigamos juntos. Pero mire usted esta sala: los lechos están ocupados por mí, por un serbio y por un musulmán. Los tres vivimos aquí como hermanos".
Tres días después, regreso con Alma, mi intérprete, al pabellón de traumatología infantil del mismo hospital. El responsable del mismo explica que su equipo de once médicos ha operado a 1.200 niños desde el inicio de la agresión de los radicales serbios en condiciones idénticas a las del resto del hospital. En la actualidad, reciben tan sólo un tonel de agua diario. Pese a la ayuda de Médicos sin Fronteras y otras organizaciones humanitarias, carecen prácticamente de todo lo necesario.
La sala de niños recién operados es un compendio y muestrario de los sufrimientos impuestos a la ciudad. Una chiquilla con el muñón de la pierna en un balde de agua me mira con mirada extraviada. Imposible detenerse junto a ella y hacerle preguntas. El desfile de heridos es una letanía de dolor: Azra, herida en el cuello por un francotirador dos días antes; Nazira, víctima el 7 de julio de una granada inflamable; Adis, alcanzado hace dos semanas mientras cogía con un amigo las cerezas de un árbol; Almir, de insostenible sonrisa, acribillado de metralla desde hace nueve días cerca del aeropuerto e incomunicado desde entonces con la familia; Elvedin, macilento, esquelético, con ojillos de animalillo asustado.
¿Cómo explicar el número tan elevado de víctimas entre la población infantil? ¿Será cierta la afirmación del herido croata, a quien acabo de entrevistar, de que los mercenarios y chetniks reciben una prima doble por cabeza de mujer y quíntuple por dar en el blanco diminuto de un niño?
La carencia de una dieta adecuada se manifiesta en la delgadez de los pacientes. ¿Dónde encontrar la leche, carne y complejos vitamínicos necesarios si los soldados de Karadzic interceptan los convoyes de ayuda humanitaria, los someten a extorsiones humillantes y, pese a sus promesas y acuerdos, bloquean su entrada en Sarajevo durante días y días? En la sala de juegos de los que se recuperan -una docena de chiquillos que dibujan o charlan en torno a una mesa-, el enfermero nos muestra con sorna un gran oso de felpa, regalo, nos dice, del general Morillon.
En los días y noches calientes falta espacio en los hospitales, falta espacio en los depósitos de cadáveres -que hay que alinear en la acera-, falta espacio en los cementerios. Dado que los entierros eran uno de los blancos preferidos de los francotiradores, ha habido que improvisar otros en lugares menos expuestos (el parque de la colina de Kovaci) o aprovechar la permisividad del crepúsculo para sepultar a las víctimas a escondidas (en las cercanías del estadio olímpico de los Juegos de Invierno de 1984). Las tumbas de este último ofrecen unas particularidades únicas: mientras la fecha de nacimiento de los inhumados abarca varias décadas, la del tránsito es fija, 1992 o 93.
La causa del fallecimiento es conocida y algunas de las víctimas han perecido en el mismo camposanto. Al pie de la estatua del León, las losas de mármol del pequeño cementerio ateo de la época de Tito se hallan cercadas de una marca de cipo y estelas con la medialuna y estrella de cinco puntas mezclados con cruces católicas u ortodoxas, orientadas también conforme a la alquibla.
La muerte ha igualado y reunido a los creyentes de las religiones del Libro, víctimas de una misma barbarie. A esa apretujada cosecha de cruces y estelas funerarias habría que añadir otra, monumental, con las fechas de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas de 1948, de la Convención Europea de Derechos Humanos de 1950, del Acuerdo sobre Derechos Civiles y Políticos de la ONU de 1966, de la Carta de la Conferencia sobre Cooperación y Seguridad Europeas de París de 1990, de la Carta Fundacional de las Naciones Unidas y. de la célebre Convención de Ginebra con la leyenda "Aquí yacen la dignidad de la Comunidad Europea y credibilidad de la Organización de Naciones Unidas muertas en Sarajevo.
Perecieron por la inigualable cobardía y cinismo de sus negociadores y dirigentes", como recordatorio a todos los pueblos del mundo de cuánto vale el compromiso moral de las grandes potencias -docenas y docenas de acuerdos incumplidos y resoluciones archivadas- cuando sus intereses vitales no entran en juego.
Tal vez el mejor ejemplo de la saña de los fundamentalistas panserbios y del coraje de quienes les resisten sea el diario, hoy mundialmente célebre, Oslobodenje. La torre oval que albergaba las oficinas de la redacción es ahora una mole desfigurada por los obuses: torturada estructura de estalagmita gaudiana o de muñón implorante, quizá vengativo. Tanto empecinamiento en el rnachaqueo revela la obsesión de los asediadores por acallar la voz de las víctimas.
El día que vamos con Alma y Gervasio Sánchez, tras recorrer velozmente en auto la "Avenida de los Francotiradores en el jardín adjunto a la facha da delantera, a cubierto de aquéllos, varios periodistas y tipógrafos lavan y cuelgan al sol sus prendas o descansan del trabajo nocturno a la sombra de pequeños abetos.
Entramos en el edificio casi a oscuras. La rotativa se encuentra en el sótano y no ha sufrido como el resto del edificio del impacto de los obuses: bajo los dos o tres agujeros del techo, barriles con una chapuza de embudo recogen el agua de la lluvia e impiden que inunde el suelo. La sala de distribución del periódico está en la planta baja, en la zona del inmueble menos expuesta al bombardeo chetnik. Al subir al primer piso, el espectáculo sobrecoge el ánimo: pasillos cubiertos de escombros, despachos destrozados, techos hundidos, clasificadores hechos trizas, butacas giratorias despanzurradas, pilas y pilas de vidrios rotos. Atisbamos el frente, situado a unos 200 metros de distancia, entre las hendiduras de los maderos de protección. La bandera de la autoproclamada República serbia de Bosnia ondea en un edificio cercano. La zona intermedia entre éste y el esqueleto de Oslobodenje está sembrada de minas. Desde mayo de 1992, los francotiradores de Karadzic disparan pero no han intentado cruzarla.
En la cafetería, converso con dos de los periodistas que, por turnos de siete días, aseguran con una cuarentena de colegas y tipógrafos la impresión del periódico y su salida a la calle. Por razones de seguridad, la redacción se ha trasladado a un piso cercano a la avenida del Mariscal Tito, en donde, tres días antes, entrevistamos, con Alfonso Armada, a su director, Kernal Kurspanic,y a Zletko Dizdarevic, autor de un Diario de guerra publicado en Francia. "Oslobodenje ", me dicen los periodistas, "tenía en 1990 2.800 empleados, y editaba, además del diario, 18 revistas de cine, deporte, moda, política, etcétera, distribuidas en toda Yugoslavia. Su tirada cotidiana era de 70.000 y la del conjunto del complejo editorial de un millón de ejemplares. Actualmente, por falta de papel, imprimimos sólo 3.000. Nuestras reservas nos permiten mantener esta cifra un máximo de una semana.
El periódico se agota en cuanto se pone en venta". Según el director, Oslobodenje necesita urgentemente 30 litros de combustible: sin ellos, la rotativa no podrá seguir en marcha. El 30 de agosto celebra su cincuentenario y, para llegar a esta fecha, depende por completo de la solidaridad internacional.
Llevo cinco días en el Holliday Inn y no he visto aún su fachada delantera. A la vuelta de la visita a los locales de Oslobodenje, nos detenemos a 300 metros de él en la "Avenida de los Francotiradores", y, amparado del peligro de un balazo por el inmueble descalabrado del difunto Museo de la Revolución, fotografío el feo edificio amarillo, macizo como un búnker de lujo, sus astas de bienvenida desnudas de banderas, la marquesina o visera de quepis de la entrada bajo la que porteros uniformados acogían antes a los huéspedes al apearse del automóvil. Algunos obuses han hecho mella en sus ventanas y pisos y rebajado su orgullo de nuevo rico.
¡Extraño hogar en el que, durante mi estancia en Sarajevo, escucho mañana y noche, tras intervalos de engañosa calma, el silbido de los balazos, tableteo de las ametralladoras y estruendo de traca de los morteros! Con dos bolas de cera en los oídos me acuesto siempre con la impresión de hallarme en un pueblo de Andalucía o Castilla el día de la celebración de su santo patrón.
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