Otra vez los pactos, o la foto consoladora
Los antecedentes próximos no pueden ser más negativos. En 1991 fracasó la iniciativa del Gobierno denominada Pacto Social de Progreso. En 1992 saltó por los aires el Plan de Convergencia Europea, a pesar de conseguir el Gobierno en el debate parlamentario el consenso a su propuesta de la práctica totalidad de los grupos de las cámaras.Los sindicatos, asimismo, durante los últimos años han lanzado a sus huestes a defender incrementos salariales fijados sin referencia alguna a la inflación prevista por el Gobierno. Las cifras de Solchaga no ofrecían credibilidad alguna a Redondo y Gutiérrez. Negociar a partir de la inflación estimada por el Gobierno para el año en curso tiene sentido si ello es fruto de un pacto; en caso contrario, es obvia la dificultad de acertar para cualquier Gobierno, si tenemos en cuenta que los salarios son el 60% del valor añadido del PIB.
Los rectores del Ministerio de Economía y Hacienda han culpabilizado a los empresarios de cierta "dejadez salarial" en la negociación colectiva. Ello no es del todo cierto. Existen múltiples explicaciones que justifican tal actitud. De una parte, para muchas empresas, los incrementos salariales no son la cuestión que más les preocupa. En efecto, presionan mucho más sobre sus estructuras de costes los impuestos, el coste de la energía y, sobre todo, la Seguridad Social, soportada abrumadoramente por cuotas que pagan sobre todo las empresas.
Las transferencias del decretazo de julio del pasado año, obligando a las empresas a asumir los primeros 15 días por el concepto de ILT, supone para muchas de ellas una cifra de imposible absorción en el escándalo de sus precios, por lo que está destinada a ser deglutida por su cuenta de resultados.
Hemos de sumar a este último dato las correcciones al alza efectuadas por la Seguridad Social durante los últimos meses en materia de bases máximas y cuota de desempleo, lo que en medida nacional ha podido significar para la mayoría de las empresas una incidencia sobre sus masas salariales entre 1 y 3 puntos , dependiendo ello, paradójicamente, de la mayor o menor generosidad de las empresas en materia salarial.
Es obvio que las últimas decisiones gubernamentales castigan mucho más a las empresas que pagan mejores salarios. Las reformas estructurales de los servicios sociales pueden ser inevitables en épocas de crisis, pero ello no les resta conflictividad, sobre todo cuando todos tenemos la firme convicción de que ésta no es meramente coyuntural.
Para la práctica totalidad del empresariado, resulta evidente la afirmación de que el Gobierno ha cedido desde 1988 una y otra vez a las demandas sindicales. A mayor abundamiento, la base de las organizaciones empresariales no comprende por qué los líderes sindicales denostan al Gobierno, y especialmente a su presidente. Las cifras confirman el acertado diagnóstico de los empresarios de a pie. En la década 1982-1992, las prestaciones por desempleo han pasado de 465.000 millones de pesetas a 1.838.000 millones, es decir, un incremento del 295,27%; asimismo, las prestaciones por ILT, por ejemplo, han ascendido de 153.000,1 millones a 516.000,2 millones de pesetas, es decir, un incremento del 237,17%.Negar que el Gobierno ha hecho un enorme esfuerzo por recaudar más y ha incrementado el gasto público en medida capaz de desbordar todas las presiones es, además de inútil, absurdo. En efecto, en porcentaje del PIB, el gasto público en una década ha pasado del 37,4% al 46,8%, y la deuda pública, del 26,5% al 47,9%. Es indudable que el Gobierno ha afrontado ingentes obras públicas, cuestión que nadie apostilla, por estimar todos que son imprescindibles para, sobre dicha cimentación, construir nuestro próximo futuro, pero a ello hemos de añadir que el empleo público se ha incrementado en un 41,94%, mientras el privado sólo lo ha hecho en el 4,42%.
En resumen, la situación de tensión social es indudable; el 22% de nuestra mano de obra potencialmente activa está parado, y los agujeros que prevemos para nuestros respectivos fondos sociales, desempleo, ILT, etcétera, serán multimillonarios al final de este año. Tal horizonte sobrecogedor se cierne sobre un país que, tras unas elecciones generales, dispone de un Gobierno reciente, dirigido por el mismo líder que ha presidido las tareas públicas durante la última década y que, hemos de estimar, es plenamente consciente de la dificultad de la situación.
En efecto, Felipe González sabe que, habiendo elevado los impuestos en porcentaje sobre el PIB el 31,18% en la década 1982-1992, no es posible resolver el déficit recaudando más.
Pero las cuentas públicas están tan claras que, para gastar menos, o paralizamos la inversión pública, lo que produciría todavía más paro y nos alejaría de la aventura europea, o reducimos los gastos sociales. Pero afrontar esta última alternativa conduce al enfrentamiento con los sindicatos, al margen de que es extremadamente duro para un partido socialista poner en duda los niveles alcanzados por la denominada sociedad del bienestar.
Todos los interlocutores sociales y el presidente del Gobierno son conscientes de que la suscripción de un pacto, por modesto que sea, genera una indudable confianza en el país. De ahí que el efecto inicialmente siempre es positivo. Pero la dificultad está en el contenido del pacto. Los sindicatos se han opuesto a muchas cosas, en especial a reformar el mercado de trabajo, desregularizando las intervenciones administrativas que todavía están vigentes y que exigen expediente previo, sobre todo, los referidos a los despidos colectivos por crisis o causas tecnológicas.
La CEOE se halla muy segura de su posición estratégica, a sabiendas de que la economía española no despegará, aunque se produzca reactivación internacional, si no desaparecen las obstrucciones que en la actualidad dificultan la creación de empleo. Los empresarios no dudan de que vincular la contratación laboral a la existencia de previa causa, lo que suprimiría los contratos a tiempo que autoriza el artículo 17 del Estatuto de los Trabajadores, sin tomar ninguna otra medida, significaría más paro. Al mismo tiempo, el empresariado multinacional, al haber tenido que soportar durante los tres últimos años costosos procesos de ajuste de plantillas, no está dispuesto a permanecer resignadamente en nuestro país y a invertir en él si el coste de dichos ajustes, que de otra parte son biológico-naturales en las economías de mercado, no se acomoda a las cifras que son habituales en las naciones de nuestro entorno económico. Tales razones obligan a reformar.
Los pactos que se inician ahora no son posibles si los interlocutores sociales y el Gobierno no afrontan sinceramente una decidida política reformadora. El único medio para pactar exige replantearse todo el marco de relaciones laborales existente, hijo de la década de los ochenta, para examinar qué revisiones han de efectuarse a fin de acomodarlo al mercado único europeo y a la competitividad plena que éste supone.
El Gobierno remitió al CES un documento 15 días antes de convocar las elecciones, cuya lectura provocó inmediatamente las iras sindicales. No es para menos, ya que dicho informe documental que acompañaba a las cuestiones que, a modo de preguntas, el Gobierno requería contestar al CES, suscitaban la inminencia de un amplio proceso reformador. En dicho documento, el Gobierno plantea incluso la necesidad de reformar la estructura de los salarios para que éstos no se conviertan en factor permanente de hiperinflación, y la relación ley-autonomía colectiva-autonomía individual, así como otras cuestiones de las que el olfato sindical deducía el propósito gubernamental de no abordar a corto plazo lo que a los sindicatos más interesa por el momento, que es la reducción de las modalidades de contratación, suprimiendo la mayoría de ellas y manteniendo, en todo caso, sólo las causales.
Sindicatos y patronal han reafirmado su voluntad de no plantear cuestiones previas. El calificativo a otorgar a las diferencias existentes entre ellos es lo de menos. En nuestra opinión, como las meigas gallegas, las cuestiones previas no existen, pero haberlas haylas. En el contexto político actual, una ley de huelga como la aprobada por el Senado extinto sería inoportuna, inconveniente y absurda. Y una ley de salud laboral como la que no ha visto siquiera el Consejo de Ministros carece de sentido si ha de sumar a los sindicatos un millón de horas más en favor de sus liberados, cuando el problema es reducir la siniestrabilidad laboral y no potenciar más a los sindicatos a costa de una necesidad que nadie desconoce.
De otra parte, la negociación colectiva es un factor de conflicto en nuestro país, y su estructura exige una inmediata reforma. Derogar las ordenanzas no es innecesario, pero no resuelve el problema si el contenido de éstas encuentra refugio en la mayoría de los convenios vigentes. Hemos de observar que los convenios en nuestro país se proyectan ultra vires, al margen de su capacidad temporal, por lo que se constituyen en eternos, trascendiendo a la voluntad de sus firmantes. Paradójicamente, una ley puede ser sustituida por otra, pero a nadie se le escapa la cuasi imposibilidad de transformar el contenido obsoleto, contrario a la productividad general de la economía y de la empresa, de un convenio colectivo, cuando sus interlocutores no desean cambiarlo.
Pactar es necesario. Le conviene al Gobierno para ofrecer, tras los calores del estío, una imagen de esperanza al país. Asimismo, los sindicatos precisan del pacto, ya que en la dura recesión en la que nos encontramos, sus reivindicaciones salariales al alza carecen de sentido, y ellos lo saben. El empresariado, representado por la CEOE, puede sustituir la imposibilidad de un pacto por una decidida política del Gobierno, razón por la cual pretende residenciar en el Parlamento las decisiones que a este ámbito pertenecen, recordándole al Gobierno una y otra vez que su mayoría minoritaria le obliga a pactar con sus cuasi iguales: los demás grupos parlamentarios.
Pero para la CEOE es indudable que un pacto le permitiría obtener una cuota de paz, más necesaria que nunca y, sin duda, en estos instantes, principal factor de reactivación económica. Ahora bien, las dificultades son tantas, y la crisis estructural es tan profunda, que el empresariado no puede prestarse a una mera foto consoladora. Si lo hiciera, la realidad se encargaría de contestar de forma rotunda en muy escaso tiempo, poniendo de manifiesto a unos y otros que ocultar la cabeza debajo del ala nunca ha sido una solución.
es asesor de la CEOE
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