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Gran escándalo

Algarra / Joselito, Ponce, Sánchez

Toros de Luis Algarra, discretos de presencia y moribundos; 3º, apuntillado en la faena de muleta. 4º, sobrero en sustitución de otro inválido, con trapío, dio juego.

Joselíto: pinchazo, estocada ladeada y rueda de peones (silencio); estocada atravesada que asoma por la barriga y descabello (gran bronca).

Enrique Ponce: cinco pinchazos bajos -aviso-, pinchazo y dos descabellos (silencio); bajonazo (palmas).

Manolo Sánchez: apuntillado su primer toro (aplausos y saludos); pinchazo bajísimo, espadazo lateral enhebrado en el lomo y estocada corta baja (palmas).

Plaza de Vista Alegre, 19 de agosto. Sexta corrida de feria.

Tres cuartos de entrada.

Los toros se caían y hubo por ello gran escándalo. No es novedad que se caigan los toros, e incluso el público ya está acostumbrado; pero es que estos toros se caían más de lo que la decencia aconseja y la paciencia admite. Estos toros, se caían con mirarlos. Otros autores sostienen la proposición contraria: que se caían cuando miraban a los toreros. Acaso es que eran tímidos. De cualquier forma, ahora, muertos que están (pues no pernean) no hay manera de saberlo Ahora ya los habrán convertido en despiece cárnico para su consumo en estofado. Sin embargo uno se lo pensaría dos veces antes en comerse un morcillo o una criadilla de cualquiera de esos seis toros lisiados. A saber qué llevarían por dentro.

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Está claro que sangre brava no les corría por las venas. Un toro bravo no se cae sin causa mayor que lo justifique. Un toro bravo no se cae por mirar ni porque lo miren. Un toro bravo no se cae porque sí. Menos aún se tumba a echarse la siesta, o se pone morir en plena faena de muleta, como le ocurrió al tercero. "A ese toro ya no lo levanta ni el puntillero", dijo un aficionado. Y, efectivamente, el puntillero no lo levantó: lo dejó allí seco de contundente cachetazo.

El público bilbaíno, que será triunfalista e incluso santo, pero no tonto, protestó con vehemencia estos sucesos, y hasta la corrida entera, que constituyó un cúmulo de despropósitos, un fraude total. Pues los diestros, sin el menor sentido de la discreción ni de la vergúenza torera, se dedicaban a componer posturas delante de aquellos toros envilecidos; cuando marcaban el pase, lo hacían embarcando con el pico de la muleta rumbo a lejanos horizontes, y además rectificaban terrenos, lo cual podía ser apretando a correr por las buenas. Quien más corrió fue Joselito en su primer inválido. No paraba, de un lado a otro.

Manolo Sánchez, sin toros, apenas podía esbozar los pases que conforman su buen toreo. Enrique Ponce repetía la faena que tine patentada: me ayudo, me derechacizo, me pongo más bonito que un San Luis, y si se desploma el toro (que se desplomaba), ya se levantará.

Esto dicen los taurinos que es torear, y aquello de parar-templar-mandar cargando la suerte, el cuento de Caperucita Roja. Los taurinos, recrecidos gracias a ese nefasto reglamento inventado por el ministro Corcuera que les permite todas las tropelías, le han perdido el respeto a la fiesta misma, y ya no se recatan en manifestar el desprecio que les inspiran sus valores y sus glorias. Hay que oir cómo los juzgan. ¿Belmonte? ¡Un gilipollas! Un gilipollas que se despatarraba para pegar pechugazos sacando el mentón. ¿Pepe Luis? Un pobre de pedir, que sacó aquello del cartucho pescao y no mandó nunca en la fiesta. ¿Antonio Bienvenida? Un trilero que engañaba a los madrileños con dos molinetes y tres sonrisas. ¿Domingo Ortega? Un gracioso que toreaba andando, já, já, já.

Y así pasa que estas figuras de la postura, el pico y el pase orbital van por las plazas convencidos de que son Lagartijo y Frascuelo unidos en justas nupcias. Hasta que les sale un toro de verdad, claro, y entonces se les viene el mundo encima. Le sucedío a Joselito, a quien le salió el toro en Bibao, se llevó un susto y no lo quiso ni ver. Con gran sorpresa y luego escándalo monumental de la masa enfurecida.

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