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Magia, pasión y destino

Ángel S. Harguindey

Estaba escrito: si Jerry Lee Lewis tocaba antes que Chuck Berry pasaría algo especial. Treinta años largos atrás el destino quiso que Lewis fuese telonero de Berry en un show de Alan Freed. Al finalizar el último tema, Jerry Lee roció el piano de gasolina, le prendió fuego y se despidió de la audiencia con un "me gustaría ver qué hijo de puta mejora esto". Treinta años después, Jerry Lee: optó por amagar una patada al objetivo de la cámara de vídeo. Despertó la cólera de los dioses y 15 minutos más tarde abandonó el escenario entre un huracán de silbidos. Lamentablemente no midió correctamente la fuerza de su rival. El rock y las baladas country perdieron en la noche a uno de sus más leales paladines. No le dieron tiempo ni a sacar el peine de su bolsillo trasero pero Jerry Lee aprendió algo importante: la videocámara es el nuevo fetiche sagrado.La noche comenzó con Eric Burdon y la Brian Auger Band. Un sonido potente, compacto que surge de la acumulación de noches de- pubs en Londres. Burdon y Ray Davies, la víspera, aportaron el toque golfo británico: muchas horas de barra entre los dos.

Pero el último de los tres conciertos fue demoledoramente negro. Primero Bo Diddley: frac blanco, sombrero abombinado y una guitarra diseñada en colaboración con algún artesano de tablas de lavadero. Conectó con los 30.000 espectadores al minuto de pisar madera. Riffs hipnóticos, blues excelentes, el criollo deslumbró a los jóvenes y demostró a todos que 64 años no son nada.

Tras él llegó quien sería elegido como el triunfador de la jornada: Wilson Pickett. De negro y plata. Todo eran problemas antes de su accidentada llegada. Mr. Magic Man fue el sustituto de James Brown. Digamos en honor a la verdad que el que viniera uno en lugar de otro fue una cuestión de abogados. Los de Pickett consiguieron el permiso de salida de EE UU de su defendido. Los de Brown, no. Y Wilson partió dejando atrás un juicio por arrasar el jardín de su vecino, el alcalde de Engleewood (Nueva Jersey), en una desgraciada noche de alcohol y descapotable. Al llegar a Madrid aterrizó directamente en la comisaría de Barajas por la obstinación de una azafata excesivamente escrupulosa con la dosis etílica máxima permitida por las normas internacionales del transporte aéreo de objetos y personas. Pero, horas después, allí estaba el soulman dispuesto a llevarse la gloria. Fueron 60 minutos intensos, con una presentación de lujo, una sección de viento imparable y toda la energía acumulada entre tantas libertades condicionales consecutivas. Lo cierto es que cuando el de Alabama se empeña, bailan hasta los muertos.

Los mil años llegaban a su fin cuando ocurrió el ya citado rifirrafe entre Jerry Lee y la tecnología audiovisual. Instantes después era Chuck Berry, de negro y oro, quien aclaraba definitivamente la vocación de perdurabilidad del rock and roll: él y su música han sobrevivido en activo más que algunas repúblicas centroeuropeas.

Fue un fin de fiesta espléndido e hiperactivo. Atrás quedaban la magia de Neil Young, la clase de Benson, la emoción del Just like a woman de Dylan, la pasión de Pickett, los blues de Diddley, el estilo de Isaak y la alegría de Ray Davies.

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