Mundo emigrante
EL DIAGNÓSTICO es conocido desde hace tiempo: la superpoblación mundial, efecto de la natalidad descontrolada de los países pobres, genera una presión migratoria incontenible sobre los países ricos que se agudiza con el flujo permanente de núcleos de población rural -de 20 millones a 30 millones de personas- hacia las grandes urbes. Pero lo dificil es dar con el remedio capaz de contener o encauzar un fenómeno vinculado al modelo vigente de desarrollo económico mundial, en el desequilibrio que rige en las relaciones comerciales entre países desigualmente desarrollados, en la endeblez organizativa de los países pobres y, en definitiva, en sus dificultades para adecuar sus escasas capacidades a sus ingentes necesidades.Los informes del Fondo de Población de las Naciones Unidas (FNUAP) y del Banco Mundial correspondientes a 1993, el primero sobre el estado de la población mundial y el segundo sobre los problemas de salud que la afectan, son muy similares a otros precedentes. En todo caso, la novedad radica en el creciente deterioro de los problemas denunciados. Y, al mismo tiempo, en la constatación de que los márgenes de maniobra para hacerles frente se reducen de un informe a otro. De entrada, la dimensión cuantitativa de los desequilibrios demográficos se torna cada vez más inquietante: cada año la población mundial aumenta en 100 millones de personas, otros 100 se ven obligados a emigrar para poder subsistir y un 40% de la población mundial se habrá asentado al final del presente decenio en núcleos urbanos, principalmente en los países en vías de desarrollo, convertidos en megalópolis dominadas por la pobreza y la insalubridad.
¿Cómo hacer frente a este crecimiento demográfico y a los movimientos masivos de población y secuelas de todo tipo que generan, desde las de carácter político -entre otras, el aumento del racismo y de la xenofobia- hasta las sociales y sanitarias? No, desde luego, con medidas exclusivamente basadas en el cierre de fronteras y en el establecimiento de cupos de entrada de extranjeros en los países desarrollados. En todo caso, estas medidas, esencialmente tácticas, sirven para reducir el impacto migratorio en los países receptores; en modo alguno para encauzar el problema, que no afecta sólo a Europa occidental y a Estados Unidos -tradicionales zonas industrializadas-, sino que se expande cada vez más en países en vías de desarrollo -Oriente Próximo, sureste asiático, incluso el África subsahariana-, convertidos en los nuevos ricos de un entorno más empobrecido y atrasado.
Los especialistas de las Naciones Unidas y del Banco Mundial señalan el camino a seguir: controlar el. crecimiento demográfico, promover en los países pobres un modelo de desarrollo sostenido, acorde con sus recursos naturales, y establecer en los ricos políticas de empleo emigrante a largo plazo, entre 10 a 15 años. Pero la cuestión es saber quién pone el cascabel a este gato y es capaz de remover los obstáculos financieros, comerciales, educativos, culturales... que se oponen a estos objetivos. La superpoblación tiene un aliado natural no sólo en la ignorancia, sino en aquellas pautas morales y doctrinarias sobre el sexo que la fomentan. Y los incontrolados flujos migratorios tienen su causa principal en el empobrecimiento galopante de los países del Tercer Mundo, agobiados por la. deuda exterior -superior al 40% de su producto nacional bruto colectivo- y por su contribución neta financiera -pagan más de lo que reciben en ayuda e inversión- a los países industrializados.
¿Cómo invertir esa tendencia? Ésa es la cuestión fundamental, al margen dé los buenos deseos y de las intenciones piadosas. La falta de capital y el endeudamiento provocan un círculo infernal en esos países: la necesidad de divisas les obliga a echar mano, más allá de lo razonable, de sus recursos naturales, lo que les conduce, a medio y largo plazo, a un empobrecimiento mayor y al deterioro de sus condiciones de vida y de salud.
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