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La mesura de un maestro del exceso

Uno de los rasgos distintivos de la escuela interpretativa británica es su dominio del comedimiento, del sigilo y la cautela con que el actor templa y dosifica sus emociones y, tras de ellas, los gestos, las actitudes y los comportamientos que las expresan. Pero -muertos y vivos, viejos y menos viejos maestros procedentes de esta gran escuela, como Ralph Richardson, Robert Morley, John Gielgud, Cary Grant, Charles Laughton, Charles Chaplin, Alec Guinness, Jack Hawkins, David Niven, Leslie Howard, Stanley Holloway, Richard Burton, Sean Connery, Rex Harrison, Vivien Leigh, Vanessa Redgrave, Trevor Howard, Laurence Olivier, Michael Caine, Peter O'Toole, entre muchísimos más y sólo para indicar por dónde van los tiros- estos virtuosos de la mesura son o fueron capaces, cuando el caso les llega o les llegaba, de convertirse en furias histriónicas y de convertir en tierra firme la cuerda floja del exceso.De esta estirpe es Anthony Hopkíns, que junto a Gary Oldrnan, Jeremy Irons, Daniel Day Lewis, Bob Hoskins, Miranda Richardson, Emma Thompson y muchos más -pues la cantera interpretativa británica sigue siendo inagotable- vuelven a imponer en las pantallas del mundo la ley de su origen, que para ellos es ya una herencia casi genética. En muy pocos años, desde el espectacular, divertido y macabro trenzado de exageración y de ironía que le sirvió para construir su Hannibal Lecter en El silencio de los corderos, este hasta entonces oscuro maestro se ha convertido en una luminaria casi inevitable en los repartos de lujo del cine actual. A sus espaldas lleva una lista de películas -desde El hombre elefante a Regreso a Howard's End- en las que raramente acude a la desproporción para construir el armazón de sus personajes y se sirve por lo general para componerlos de la contención, la minucia y el equilibrio.

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Anthony Hopkins y la cautela emocional

Pero hay ocasiones -recordemos, por ejemplo, algunos momentos de su trabajo de actor-muleta en Un león en invierno, donde a la chita callando hace tambalearse con una simple réplica la brillantez de Katharine Hepburn y Peter O'Toole, apoyados en personajes de lucimiento hechos a su medida- en que Hopkins rompe los diques de la contención y suelta un violento latigazo de exageración domesticada, un brote de exceso domado e incluso tan magistralmente incorporado a la mesura global de su composición del personaje que no la rompe ni desentona en ella. Al contrario, la enriquece y afirma.

Es el pequeño, o quizá no tan pequeño, milagro de la transfiguración o tránsito instantáneo de la contención al desbordamiento, seguida de un retorno igualmente instantáneo desde la turbulencia a las aguas mansas: el sello de un intérprete con un registro expresivo tan ancho que puede pendulear de un gesto a su contrario sin solución de continuidad, sin ruptura estilística ni temporal de la línea de composición. Hopkins da proporción a lo desproporcionado y emplea la mesura para componer el exceso: el signo del superdotado en su oficio.

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