La izquierda liberada
¿Se acabó la maldición que castigaba a la socialdemocracia desde noviembre de 1989 y la caída del muro de Berlín? La victoria en España del partido socialista y el buen resultado obtenido en Italia por los dos partidos comunistas han inducido a algunos observadores a creerlo así. O a esperarlo.¿Están poniendo estos observadores en punto muerto el reciente y espectacular fracaso de los socialistas franceses, así como las dificultades del Partido Laborista británico? ¿Ignoran la casi desaparición del Partido Socialista italiano? De ningún modo. Simplemente, subrayan que la diversidad de las situaciones y de los resultados electorales demuestra que ya no hay, al menos para la izquierda occidental, fatalidad en ese fracaso.
El declive de la decadencia se ha detenido por múltiples razones. Cada país afirma su singularidad. En Italia ya no quieren más derecha en la forma de los aparatos de la Democracia Cristiana. En España tampoco quieren todavía una derecha que se sigue asociando más o menos a los recuerdos del franquismo. Pero hay razones que son comunes a todas las situaciones y que ayudan a explicar no la rehabilitación de la izquierda sino la disminución de su descrédito.
1. En primer lugar hay que recordar que la guerra fría ha desaparecido. Desde que toda amenaza bolchevique o totalitaria se ha desvanecido, todas las razones que antes había para ser indulgentes con los militantes del anticomunismo han desaparecido. En lo sucesivo no se juzgará a las formaciones políticas por lo que combaten, sino por la moralidad de sus jefes y el contenido de su programa. Desde que no existe el comunismo, el anticomunismo ya no convence. Cuando no se puede discernir un mal absoluto (el totalitarismo), ya no se ven más que males relativos.
2. Las desgracias y los fracasos de la era poscomunista no se viven (Gorbachov se ha quejado, de ello en París) como las convulsiones transitorias hacia un futuro de progreso. Estas desgracias y estos fracasos, sobre todo por sus repercusiones en los desórdenes económicos y en los desenfrenos nacionalistas, están relativizando, si no trivializando, el infiemo estalinista. La izquierda no comunista, que padecía, injustamente la sospecha que pesaba sobre ella de ser condescendiente o pasiva con respecto al comunismo, está desde ahora limpia de tal sospecha. Es más, no es raro ver ciertas opiniones públicas que abrigan una nostalgia secreta por el orden imperial estalinista. Este fenómeno puede observarse en ciertas repúblicas musulmanas de la antigua Unión Soviética. Además, no faltan intelectuales, y no son pocos, para subrayar que Checoslovaquia nunca ha sido más feliz que entre 1958 y 1968, es decir, durante su periodo socialdemócrata. Y cada vez son más los analistas que encuentran talento en el mariscal Tito y que dicen que la dilapidación de su herencia es una de las tragedias de este fin de siglo.
3. Por todo ello, todos los grandes retos que se consideraban ayer prioritarios -y que apelaban más o menos a la ideología- han dado paso a una valoración a la vez más realista y más global de los problemas. Se ha visto que el fin del comunismo no traía la solución a ninguno de los problemas que el comunismo se proponía resolver con Marx, y más todavía con Lenin. Cuando el mundo era bipolar, cada bando basaba su fe en la lucha contra el otro. En un mundo unipolar, la fe desaparece: no queda más que una suma de problemas. U superpoblación, el abismo entre el Norte y el Sur, la nueva crisis del capitalismo, el carácter explosivo de las situaciones en las que los pobres son cada vez más numerosos y más pobres y los ricos menos numerosos y más ricos, el carácter decididamente incontrolable de los mayores flujos migratorios que la humanidad ha conocido en toda su historia, los desastrosos estragos ecológicos, son algunos de los problemas que tienen delante, a plena luz del día, 5.500 millones de hombres sobre el planeta. Y es que ya no puede decirse como antes que la lucha contra el totalitarismo movilizaba las energías, ni que la denuncia de las desviaciones del capitalismo no hacía más que servir los intereses de los países estalinistas.
4. En estas condiciones, la opinión pública, de manera. primaria o compleja, adopta espontáneamente dos criterios de juicio: la moralidad de los políticos y la eficacia de sus métodos a la hora de hacer frente a los nuevos y enormes problemas, que están muy alejados de los antiguos conceptos de lucha de clases o de beneficio. La moralidad no es sólo la ausencia de corrupción, es el valor de decir la verdad. Por ejemplo, ¿qué hombre de Estado en Occidente se atreverá a decir lo que todos los expertos piensan, a saber, que vamos hacia un futuro en el que no habrá empleo más que para una mitad de la sociedad? En cuanto a la eficacia, la opinión pública juzga a partir de las dificultades con que tropieza. En Francia hemos tenido dos buenos ejemplos de comunicación populista y lograda. Cuando se reprochaba a Pierre Bérégovoy la política de rigidez antiinflacionista, respondía: "La inflación es el problema del ama de casa que ve cómo sube el precio de la barra de pan. La inflación es el problema de los pobres". Y cuando hoy se pregunta a Charles Pasqua por qué se preocupa tanto por los problemas de seguridad, responde: "La inseguridad no es el problema de los barrios bonitos, sino el de los tugurios y los barrios periféricos". Este populismo puede llevar lejos, y no subestimo sus consecuencias. Lo que pasa es que la opinión pública no se ha preocupado por saber si Pierre Bérégovoy fue en el pasado tolerante con el bolchevismo, ni si Charles Pasqua lo fue con el lepenismo.
La conclusión de todas estas observaciones es que, si bien la decadencia de la izquierda ya no es una fatalidad, la manera en que se juzga a los políticos y sus aparatos ha cambiado por completo. En contra de lo que se dice, no asistimos a una despolitización, y la prueba es que pocas veces se ha visto en Occidente un nivel tan elevado de participación electoral. Lo que sí hay es un divorcio entre la novedad de los problemas que viven los pueblos y el arcaísmo de la retórica que sostienen los políticos. Por eso cada vez son más los electores que se precipitan a las urnas para expresar un rechazo, una negativa, una protesta. Los grandes cambios que se anuncian requieren visionarios. Hombres como Clemenceau, Churchill, Mendés France. Los políticos no tienen más futuro que la audacia, la anticipación y la moral. En cualquier caso, los partidos de izquierdas se han librado del sello de la infamia. Y, desde ahora, sus filas son más numerosas que las de otros para decir a los pueblos las nuevas verdades.
Jean Daniel es director del semanario francés Le Nouvel Observateur
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.