_
_
_
_
_
Tribuna:EN LA MUERTE DE SEVERO SARDUY
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

De donde son los cantantes

Juan Cruz

La casa de Severo Sarduy en La Habana es una tirijala fresca y magnífica donde habita una mujer risueña de gafas gruesas. Es la madre de Severo Sarduy. Rodeada de plantas y de gatos, vive junto al balcón, a dos pisos de una calle ubérrima como La Habana. Con ella estaban aquel día de septiembre en que la vi unos nietos vivarachos, pletóricos, que hablaban del tío como si no se hubiera ido nunca. Ahora pueden hacerlo de nuevo: como si no se hubiera ido nunca. En la voz de Sarduy, y en su rostro, y también en sus andares, en sus pasiones y en su melancolía, vivía la atmósfera diversa y divertida de aquella casa llena de pájaros y de flores. Era como la miel y su contrario: una metáfora de Cuba en París. A él le gustaba tropezarse con la gente en Montparnasse, como si bromeara en el Vedado, y tomar bloody mary en los hoteles importantes y cerveza helada en los chiringuitos; era un hombre plural, un poeta íntimo, un versificador ingenioso como pocos, un gran cantante que compraba mangos para oler el recuerdo de su infancia.Se ha muerto. El sabía lo que iba a pasar desde que murió en Río de Janeiro Manuel Puig, su amigo argentino, su contrapartida en el ingenio. Era hace tres años, en el medio del verano más cruel de su vida, cuando se le heló la vista ante el informe implacable de los médicos. El, fallecimiento repentino del autor de Boquitas pintadas vino a acelerar su espanto. En una estantería abigarrada de su cuarto de Montparnasse tenía guardados unos papeles enormes que conservaban sin versos el diagnóstico. Aquella tarde recogió el informe, lo desplegó sobre la mesa napoleónica en la que escribía e hizo el recuento imprescindible: no hay remedio, aquí viene el número fatídico y lo dice claro. Habíamos comprado en la calle unas cervezas heladas y las habíamos dejado a un lado de aquella casa altísima en la que él vivía como un ermitaño con constestador automático. Por la mañana había hecho con la entereza de los melancólicos un programa radiofónico sobre su amigo muerto, y habíamos comido cerca de Radio France, la mitad de su vida, con amigos comunes, corno Emilio Sánchez-Ortiz, a los que prontó dejó de hablar del sufrimiento. Como siempre ocurría con su ingenio de bolero interior, no paramos de reír ante sus ocurrencias, que aquella vez, además, eran su defensa contra la feroz evidencia de la muerte. Al final, con aquellos papeles desplegados sobre los restos del naufragio de la vida comenzó a llorar como un chiquillo. Como si le hubieran quitado el aire y las flores y le hubieran arrancado de cuajo la esperanza de seguir viviendo como siempre. Para calmarle inventé las mentiras que nunca se creen los enfermos y llamé por teléfono, como si tendiera un puente, a Guillermo y a Miriam Cabrera Infante, para que le enviaran la esperanza imprescindible, la solidaridad de la voz. Fue imposible: el llanto carecía de fronteras, porque procedía de tan hondo como la risa magnífica, aquel buen humor caribefio, de Severo Sarduy.

Fue un año después cuando vi a su madre en La Habana. Allí, en aquella mirada, estaban mezclados todos los sentimientos que hicieron de Sarduy el poeta que era: ubérrimo, aunque contenido, riguroso y abierto, un niño perdido en un mundo que debía acecharle para truncarle la risa. Quien haya leído Cocuyo, una de sus últimas obras, lo tendrá que ver así, en cuclillas, mirando por el ojo de la cerradura de una casa de La Habana cómo crecen las flores que han de matarle. De la estirpe delos grandes narradores, lo que escribió es sólo un trasunto de lo que fue: pintor, dicharachero, amigo profundo de su gente, un cubano viajero que convirtió en metáfora todo lo que tocaba, como un Leonardo moderno, que del mismo modo hablaba de la ciencia que de la poesía, porque en el aire transversal de todas las cosas situaba sus ojos gigantes de pez caribeño.

Parece mentira que toda aquella vida desparramada por miles de ciudades del mundo, y sobre todo por sus ríos, se perdiera de pronto rodando playa abajo en una ciudad que le eligió cuando él aún era un chiquillo. No es posible poner por escrito su gracia, ni su sabor, pero sí conviene decir dos palabras sobre cómo afrontó la enfermedad propia para dar ejemplo de lo que fue en vida. La ocultó desde el principio, acaso desde aquella tarde en que los datos frescos y terribles del Instituto Pasteur se desplegaron como una amenaza de hielo sobre su mesa de Montparnasse.

De viaje

Mintió a sus amigos: les dijo que estaba de viaje, que cuidaba a otros, que no podía verles porque el tiempo es oro. Era mentira: estaba oculto, como los ríos que amó, con la vida amenazada. A veces acudía al teléfono, y entonces volvía a recordar las angulas de Madrid, los bloody mary del Pont Royal, y también las correrías nocturnas por las calles de Las Palmas. Pero jamás aquella tarde fatídica, la borrachera de cerveza, el llanto, en la casa altísima de Montparnasse. Un día le llegaron las fotos de su madre aquella tarde del año siguiente en su casa de La Habana. Llamó para congratularse de la vida y también para anunciar nuevos versos. Se sabía ya al borde de la desaparición completa, pero nosotros, los que siempre estamos al otro lado del teléfono alimentando la ingenuidad como si fuera una parte de la esperanza, le invitamos a venir a España en verano, a comer de nuevo angulas con tenedores de madera en el Café Gijón. "No puedo: entonces estaré de viaje".

De viaje, pues, para siempre, uno de los personajes más entrañables que haya pasado por el medio de la vida de cualquiera de nosotros. Cómo pudieron matar a este cantante interior, a este prodigioso prestidigitador de la palabra. Yo no sé de dónde son los cantantes, pero sé que todos han de cantar con él en el pasillo de aquella casa magnífica en la que su madre riega las plantas mientras ríe.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_