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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Mano izquierda contra destreza

SI EL debate de ayer resultase tan decisivo para los resultados del día 6 como anunciaban los carteles, González ganaría las elecciones. Esos resultados dependen, sin embargo, de factores más complejos que el mayor o menor acierto en un debate televisado. Pero no es coherente considerar la energía de Aznar en el día 24 un síntoma decisivo de su destreza sin admitir que el de ayer más bien puso de relieve su inmadurez: desarbolado casi desde el comienzo, se mostró, más que reiterativo, pesado, faltón cuando más vacío de ideas, desconcertado en general y hasta ligeramente ridículo cuando evocó, como criterio de autoridad, su condición de inspector financiero. Y en cuanto abandonaba el carril del discurso aprendido que ha venido repitiendo en los mítines, y que con tanta soltura resumió en el debate de la semana pasada, navegaba entre frases y gestos de falsa energía. Sólo en el capítulo de las instituciones, en el que González competía con el lastre del difícilmente ocultable sectarismo de la televisión pública y de la instrumentalización del Tribunal de Cuentas y la Fiscalía General, pareció querer renacer el aspirante. Pero para entonces ya le faltaba el aliento.González sí se preparó esta vez, y fue él quien llevó la iniciativa en todo momento. Tal vez demasiado, porque, en su afán por demostrar la insolvencia de Aznar, no disimuló cierta agresividad contenida y olvidó reservar un espacio para reconocer, ante los electores críticos -numerosos, según las encuestas-, los errores que han llevado a la economía española a la lamentable situación actual. Haber asumido la responsabilidad de esos errores habría dado oportunidad a González de plantear más concretamente sus compromisos en materia cambiaría, de presupuesto y reformas estructurales. Es verdad que insistió en la fórmula del pacto social por el empleo (también Aznar), pero más bien como expresión de un deseo que con propuestas concretas sobre su contenido. Algo más preciso estuvo González en relación a la reforma del mercado de trabajo.

Aznar, descolocado repitió algunas generalidades, pero cuando no eran repeticiones literales de lo escuchado la vez anterior, resultaban ajenas a la cuestión de la que en ese momento se debatía. Con un "manzanas traigo" respondía a las preguntas insistentes de González sobre qué impuestos concretamente serían congelados (y luego reducidos) o sobre la manera de cuadrar objetivos incompatibles entre sí. Abusó González de la falta de reflejos de Aznar porque la verdad es que los objetivos esenciales -reducir el déficit, aumentar la competitividad, bajar los tipos o flexibilizar el mercado de trabajo- son comunes. Pero ni uno ni otro plantearon aquellas medidas de ajuste que podrían resultar poco oportunas en periodo electoral, y en particular la política de rigor presupuestario que, cualquiera que sea el vencedor, habrá de plasmarse inmediatamente.

Pero el debate tiene sus reglas, y González las aprovechó a fondo, evidenciando la existencia de dos lógicas en los planteamientos respectivos. Modernización y solidaridad fue su bandera, insistiendo en la falta de realismo de planteamientos que ignoren la segunda. Esa combinación sería hoy la principal seña de identidad de la izquierda, y en su defensa estuvo particularmente convincente anoche Felipe González. El mensaje implícito fue que si bien la crisis deja escaso margen para iniciativas originales en materia de política económica, la izquierda no las plantea abandonando a su suerte a las víctimas. Quedó sin respuesta su invitación a que Aznar, que acababa de exhibir el grueso programa del Partido Popular, mostrase una sola mención del mismo a la protección a los trabajadores desempleados. Frente a eso, las invocaciones del presidente del PP a que "el objetivo es crear empleo" -expresión que repitió unas 20 veces- sonaban algo huecas.

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Aznar repitió la pregunta que la semana pasada paralizó a González: si de verdad creía que un Gobierno del PP iba a suprimir las pensiones o, más genéricamente, recortar las prestaciones sociales. La respuesta fue que sí: porque su mantenimiento es incompatible con los de bajar los impuestos y reducir el déficit. Y fue Aznar el paralizado cuando poco después enumeró González las leyes relacionadas con prestaciones sociales -y en general, con el Estado de bienestar- que fueron aprobadas con el voto en contra (del PP: no sólo la de pensiones, sino la de libertad sindical, reforma educativa o prevención del sida.

Las promesas de revitalización de las instituciones democráticas planteadas por el candidato socialista eran imprescindibles tras una legislatura marcada por los escándalos, pero tuvo razón Aznar al recordarle que podía comenzar por predicar con el ejemplo a propósito de la televisión pública. Sin embargo, una mención a la televisión gallega, en los lares de Fraga, frenó el avance del candidato popular por ese terreno. Sería un error, sin embargo, ignorar las tal vez discutibles, pero dignas de consideración, propuestas de Aznar en relación al Consejo del Poder Judicial, Tribunal de Cuentas y Consejo de RTVE, entre otros.

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