Una obra conmovedora
La concesión del Premio Nacional de Poesía a José Ángel Valente viene a quebrar la extravagante línea de los dos últimos años. El jurado ha elegido un nombre consagrado y un buen libro, No amanece el cantor. Acaso hubiera sido deseable un punto más de audacia.Sorprende en este aspecto que una obra como Días perdidos en los transportes públicos, de Roger Wolfe, sin duda el libro más original de 1992 por su enérgica postulación de una poética realista de nuevo cuño, no haya estado presente al menos en las deliberaciones finales. Pero se ha premiado a un maestro, uno de los tres o cuatro nombres indiscutibles de la poesía española de esta segunda mitad del siglo, que ha articulado una obra amplia (casi una veintena de títulos), rica y elaborada, donde visión y expresión se han ajustado siempre en un mundo muy personal.
Promoción del sesenta
Valente aparece ligado en algunas antologías y manuales a lo. que suele llamarse la generación de los cincuenta, que yo prefiero denominar promoción del sesenta: los verdaderos poetas de los años cincuenta fueron Otero, Celaya, Hierro... En cualquier caso, el hecho es que hay una parte de la obra de Valente, desde su primer libro, A modo de esperanza (1955) hasta El inocente (1970), que comparte de modo pleno la poética de la experiencia (la experiencia histórica y personal) con algunos de los mejores líricos de esa promoción, como Jaime Gil de Biedma o Claudio Rodríguez. El inocente representa la culminación de este ciclo por la intensidad visionaria de la voz, el aliento profético y lo afilado de la dicción.
A partir de ese momento se produce en la poesía de Valente un gradual e ininterrumpido movimiento de interiorización, de inserción de todos los elementos en un texto que trasciende los datos de la experiencia próxima para enfocarlos a la luz del poema, espacio verbal autosuficiente, tenso, apretado y cohesionado por la profunda trabazón de las imágenes simbólicas. Hace acto de presencia también la prosa poemática, penetrante y acerada, que ya comparecía en algunas composiciones de El inocente.
La lectura de María Zambrano y los místicos -San Juan de la Cruz a la cabeza- resultó decisiva en esta nueva etapa de Valente, quien ha dedicado abundantes páginas ensayísticas a la cuestión. El autor renueva ahora su idioma poético, que se asienta en cristalizaciones simbólicas propias de muy denso significado y servidas por un fraseo también muy personal.
La presión de la historia fue cediendo poco a poco ante la exploración de la palabra poética como soporte del conocimiento, ante el sondeo interior por los mundos de la experiencia lírica convertida en fundamento mismo del poema.
La colección de prosas de El fin de la edad de plata (1973) sirvió de enlace entre esta etapa y la anterior. Títulos fundamentales de ella son Mandorla (1982) y, sobre todo, El fulgor (1984), turbador diálogo del hombre con su cuerpo.
No amanece el cantor es una elegía integrada por una serie de poemas en prosa, donde se lamenta la muerte de un ser muy próximo al autor. No es seguramente su mejor libro y en ocasiones adolece de manierismo, pero tiene momentos de alta, de conmovedora poesía. Un justo galardón.
Babelia
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