Tránsito por Europa
Unamuno publicó en 1920 sus Tres novelas ejemplares y un prólogo: lo mejor era el prólogo como, en su larga vida literaria, lo mejor fue su forcejeo, en los tensos ensayos, con el pensamiento, la razón, la fe y una angustia tomada del existencialismo. Por lo menos para mí no fue un buen explotador de la casuística o, como se llama con pedantería, la creación. Pasa por su novela -poco ejemplar- el aire de la época: Kierkegaard, pero también Nietzsche y sus parábolas del hombre fuerte y del hombre débil, y Pirandello con sus fastidios acerca de la verdadera identidad, y el eterno femenino, que se decía, o el arcano, cuando se refería a un misterio de la mujer, que era sobre todo belleza. Una de esas tres novelas -la que más ha sobrevivido- era Nada menos que todo un hombre. Densa y dubitativa. Fue a parar al teatro al poco de tiempo de publicarse en una versión de Julio Hoyos: la hicieron, con el título de Todo un hombre, dos grandes actores, Ernesto Vilches e Irene López Heredia, que eran pareja en la vida. No gustó: nunca ha gustado el teatro de Unamuno, y todos lo hemos respetado por lo que de él trascendía.Se quejaba ya entonces la crítica (diciembre de 1925) de que Vilches no tenía el físico del rudo personaje Alejandro Gómez (aquí, Fernando Krapp: el autor lo toma para su nacionalidad, y no sin razones); tampoco lo tiene Alberto de Miguel. Vilches tenía unos recursos de acento, voz, maquillaje, compostura -era un creador de tipos- que lo componían: ese teatro no se puede hacer ahora -el público percibe enseguida su falsedad- y hay que ir a él, como Alberto de Miguel, a cuerpo desnudo, a interpretación directa y limpia.
Fernando Krapp me ha escrito esta carta
De Tankred Dorst, en colaboración con Ursula Eliler, según Nada menos que todo un hombre, de Unamuno; traducción de Miguel Sanz. Intérpretes: Nuria Gallardo, Zorión Eguileor, Alberto de Miguel, Jon Ariño, José Bilbao. Espacio y vestuario: Martín López. Música de Zorión Eguilior, sobre Stravisnki y Yournans. Dirección de Gustavo Tambascio. Teatro María Guerrero (Centro Dramático Nacional). 7 de mayo.
Desengaño a cuestas
La obra, que se llama Fernando Krapp me ha escrito esta carta, sin duda para distanciarla ya, es de un gran autor alemán contemporáneo (nació en 1925, el mismo año que que se estrenaba aquí la versión de Julio de Hoyos), Tankred Dorst, que ha tenido la desdichada vida de un alemán de su generación -soldado en la guerra, prisionero en una larguísima posguerra, hasta 1945-, abordó el teatro como autor y como director: venía de la época del cabaret literario y de las marionetas y las sombras chinescas; con su desengaño a cuestas, hacía pantomimas de circo sobre la risible condición humana y las representaban los payasos, y buscaba elementos no humanos para representar la humanidad. En esta misma obra, un personaje auxiliar, un criado que quita y pone trastos en el escenario, un buen mimo (Josu Bilbao), se mueve sobre la música de un piano lleno de época -toca Zorión Eguileor, y en un Té para dos de Youman estuvieron a punto de provocar aplausos-, y tanto él como el piano y la geometría de las tres o cuatro sillas y el casi op art de los trajes de Nuria Gallardo (de Martín López) trae precisamente toda esa imaginería del autor, su distanciamiento, su manera de ver el mundo (en el Instituto Alemán hay una exposición dedicada a su extensa obra). Otras veces ha tratado otros autores de su tiempo: Dürrenmat, Giraudoux, el pacifista Ernst Toller y, en fin, todo lo que atravesó la Europa de nuestro tiempo. De Unamuno tomó la lucha entre el hombre débil y el hombre fuerte, la paradoja del vencedor vencido, un cierto aroma de podredumbre y degeneración de especie. La germanización del personaje obedece a esta lucha, a ese encuentro entre un Führer corruptor y de una pieza y el idealista corrompido. Y al desconocimiento, la incomunicación de unos con otros. Hay, sobre todo, un exceso de crueldad. Medio la sensación de que, no sé si por el autor, el director o el intérprete -en el teatro, ahora que las libertades internas se han acabado, no se sabe nunca- hay unas sonrisas en Krapp que añaden cinismo, cuando creo yo -la posibilidad que tengo de equivocarme es muy grande- que es un hombre de una sola pieza, con su propia y terrible inocencia. La crueldad final de Julia -Julia Yáñez en la novela- sí parece corresponder más a una pasión profunda y a una gran venganza. Como en algunas obras de Unamuno, esta mujer tiene mucho de rebelión contra su condición de objeto: no puede salir de su situación, es devorada por los dos hombres -el de mando, el poeta- y sólo le queda esa fuerza final del débil: arrastrarse, ella y todos, a la muerte. Quizá es el personaje más antiguo de la obra. Lo entiende muy bien Nuria Gallardo, que llega al patetismo, a veces, con una sola mirada inmóvil. No debía ser, en la trama, quien ganase: lo es en el escenario.Dorst ha trabajado con la delgadez, con lo escueto, con lo puro de la trama. La teatralidad es lo accidental: una decoración, un pantomimo, una música, dentro de un despojo absoluto. En este desnudo escénico, las tres figuras esenciales desarrollan su trágico encuentro: mantienen la intensidad -en poco tiempo- de la obra de Dorst. A Unamuno esta obra no le lesiona, no le mejora ni le pierde. Es un teatro que nuestro autor quiso siempre hacer, y no lo consiguió. Al público pareció gustarle, y la interpretación, con la curiosa excepción indicada.
Babelia
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