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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Comunicador de la incomunicación

Los festivales como el Womad, con muchos buenos artistas y una, digamos, estrella, tienen el peligro que sea ésta la única que brille. Por eso, cuando un músico, digamos, con menor gancho comercial se hace con la atención y el interés del respetable tiene doble mérito. A veces triple, en función de la altura de la estrella. Fue el caso de Kiko Veneno.Su comienzo con Lobo López y Joselito fue excelente y dio la señal de alerta que precede a las grandes actuaciones. Después perdió algo el ritmo del recital y tuvo que volver a remontar con Patapalo. Lo consiguió con rapidez, y Kiko Veneno hizo olvidar a muchos que esperaban a un Pete Gabriel que en la plaza de Las Venta montó un espectacular escenario que ocupaba la mitad del coso. Allí, al fondo, casi perdido, el artista español, con un Raimundo Amador tocado por la gracia natural de la guitarra, cantó su último disco, recordó al grupo Veneno, a Dylan y se marcó un tanto importante en su carrera al conseguir contagiar al público de su última propuesta: Échate un cantecito.

Una noche con Womad

Peter Gabriel (voz), David Rhodes (guitarra), Joy Asken (teclados), Tony Levin (bajo), Manu Katche (batería), L. Shankar (violín).Grupo Yanko, Kiko Veneno, The Oyster Band. 5.000 personas. Precio: 3.500 pesetas. Plaza de toros de Las Ventas. Madrid, 6 de mayo.

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Peter Gabriel destapa su caja de sorpresas

Antes de que Kiko Veneno hubiera extendido un manto de buen rollo con su mezcla indefinible de elementos musicales, siempre con Andalucía asomando, como una novísima copla pasada por rock porque en el fondo es un tonadillero, había actuado el grupo colombiano Yanko que luchó con diversa suerte contra los elementos. Y llegó Peter Gabriel.

El británico es un artista mastodóntico. Ha logrado dar impresión de sentido -sobre todo en su concepción ética- a todo lo que hace -y hace muchas cosas-, incluso a la grandiosidad que siempre despliega en sus recitales. También es verdad que se sale absolutamente de la norma y que sus espectáculos son lo nunca visto, con un cuidado especial por barnizarlos de aspectos contemporáneos en una compacta, compleja y estudiada mezcla de artes auditivas y visuales.

Dentro de este dar sentido también se incluyen los músicos excepcionales que le acompañan, cada uno con entidad propia y un mundo musical en el que poder perderse. Con una modélica manera de integrarse en el espectáculo de Gabriel, escuchar la base rítmica de Levin y Katche es un placer y Rhodes, Asken y Shankar no se quedan atrás. Cada musico está considerado también protagonista y la presentación del violinista indio L. Shankar fue significativa al respecto. Los cinco impulsan a un Peter Gabriel maestro en la dramatización de canciones.

Su comienzo con Talk to me (Háblame), cantando desde una cabina telefónica para salir tirando del auricular con el cordón (¿umbilical?) a lo largo del pasillo que unía los dos escenarios, puso el listón muy alto desde el principio por su intensidad y enorme carga expresiva. El sonido era perfecto y cercano, como la proximidad que ofrece el diseño (dicho sea sin connotaciones peyorativas) del espectáculo de Peter Gabriel.

Todo en el británico desprende coherencia estética, superlujo sin apariencia de grandiosidad. Gabriel proclama el concepto al poder, que, como todo eslogan, acaba por cansar un poco porque aunque esté bien pensado, al final pierde espontaneidad. Pero este artista algo mesiánico y grandilocuente, ofrece tal cantidad de estímulos para la imaginación, tal número de referencias en las que fijarse, tal amplitud en la manera de ocupar espacios escénicos, que siempre hay un punto que deslumbra cuando los demás se apagan. Y es esta multiplicidad la que sitúa a Peter Gabriel en el apartado de los únicos, como comunicador multiartístico de su tormento: la incomunicación.

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