La Maestranza, una distinción y un símbolo
Homenaje al rejoneador Ángel Peralta
La Maestranza -la plaza y su Real Corporación- es una referencia, una cita, una distinción, un símbolo... Un fotograma del pasado y el presente. Una instantánea de la peculiar sociedad sevillana. Incluso un punto de encuentro donde, juntos pero no revueltos, se ensamblan los títulos más rancios y rimbombantes con la gente que quiere ser guapa y con los que no consiguen ver la sombra porque se lo impiden los rayos de sol a los que los condenan sus bolsillos.
La Maestranza es una pasarela donde, una vez al año, una Sevilla selectiva, que es o quiere ser, se luce, pavonea, saluda y abraza hasta la próxima primavera. Es una señal de que sigues vivo y de que la crisis aún no te ha robado el abono que heredaste de papá. La Maestranza es el Rubicón para entrar en Sevilla. ¡Qué más da el cartel!Lo más selecto se guarda en su museo. Allí, en silencio, reposan trozos de gloria taurina; con cara de bronce o desde un cartel antiguo, escudriñan la estancia Costillares, El Espartero, Pepe Hillo, Gallito, Belmonte...
Entre aquellas cuatro paredes resonaba el pasado lunes la voz quebrada de Luis Manuel Halcón de la Lastra, señor conde de Peñaflor de Argamasilla, teniente de hermano mayor de la Real Maestranza de Caballería, en el homenaje que la corporación ofreció al rejoneador Ángel Peralta con motivo de sus 50 años en activo. La celebración en el albero, que no se pudo celebrar el pasado 10 de octubre a causa de la lluvia, se convirtió en un acto íntimo, en el que el caballero, poeta, cantó a la Maestranza ("eres madre sublime del toreo") y se mostró agradecido: "Mis amigos son los mejores triunfos de mi profesión, y mis caballos me han ayudado a encontrarlos".
Entre sus amigos, la duquesa de Alba, Espartaco, Jesulín de Ubrique, Fermín Bohórquez, Ramón Vila, conde de la Maza, Eduardo Miura, Juan Guardiola, Manolo Vázquez, Diodoro Canorea, Manuel de Prado... Una copa y canapés. En el museo quedó para siempre un busto del maestro de la Puebla.
Mientras don Ángel se curaba de las emociones, otra maestranza tenía lugar a pocos metros. En los corrales de la plaza se celebraba el reconocimiento de la corrida. Presidente, veterinarios, apoderados, ganadero y empresa, periodistas y algún curioso guardan silencio, miran y escuchan la voz de Manuel, el eficaz empleado que da la señal de salida a cada toro. Desde la sala de pesaje, una voz recia: "Manué...". Y Manuel sentencia: "Venga el toro". Es la única frase que se le conoce en toda la feria.
A mediodía comienza la vida en los hoteles taurinos. En ellos pulula una curiosa fauna itinerante que recorre España, come, bebe, se divierte y algunos hasta trabajan, mientras los toreros de esa tarde tiritan de miedo una planta más arriba. Hablan por teléfono, y muchos no pagan. Creerán, pícaramente, que sus llamadas también las paga el torero. Se acerca la hora de la corrida. María Cueto tiene ya reluciente la capilla. Álvaro Domecq, despacioso, se prepara para ocupar su barrera. Su sobrino, Juan Pedro, prefiere el callejón, donde cada. tarde ocupa un burladero Alfonso Garrido, delegado del Gobierno; junto al palco presidencial se sentará el presidente de la Junta, Manuel Chaves.
Sueños de figura
Chavales que sueñan con ser figura reparten el programa de mano. Por la puerta del Príncipe se adentran los ganaderos Rocío de la Cámara y José Murube, junto a los catedráticos Clavero y Olivencia, el cantaor Juanito Valderrama y el humorista Paco Gandía. Ya están los tendidos rebosantes. En la Maestranza, todas las mujeres son guapas. Junto a ellas, médicos, abogados, gorrones, políticos, banqueros, bancarios, obreros, taurinos, aficionados y yuppies con motorola. Por ahí debe estar Francisco Salazar, el hombre que más vueltas al ruedo ha dado en la plaza sin cortar una sola oreja. Durante más de 30 años ha sido el encargado de pintar las rayas de los picadores. Francisco se ha jubilado.
Babelia
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