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¿Espejo del mundo?

Mario Vargas Llosa

Fui por primera vez a Puerto Rico en 1969 y estuve allí ocho meses, enseñando en la Universidad de Río Piedras. Había ido por un semestre, pero me gustó tanto la gente y el país, que me quedé a dictar un curso de verano, heroica experiencia en el curso de la cual, dos veces por semana, me ensopaba como en una sauna, ante un auditorio atestado, en el que, un día, un alumno se me desplomó patas arriba, aniquilado por el calor.Gracias a ese viaje, y los que he hecho después a la isla, he ganado amigos magníficos, y una convicción: que, pese a su estatus semi- colonial -desde la invasión norteamericana de 1898- el español está tan arraigado en Puerto Rico y es un componente tan esencial de su cultura como en cualquier otro país de Hispanoamérica. El habla de los puertorriqueños no es nada pura (salvo en la elite, mejor instruida que el promedio continental, y que cultiva un español más bien castizo) sino un inaraviloso revolú, en el que las influencias africanas y, sobre todo, del inglés, han sido reabsorbidas y recreadas dentro del espíritu de nuestra lengua, con libertad y creatividad sor prendentes, y resultados sabrosísimos.

Para darse cuenta de ello, no es indispensable ir a Puerto Rico a sumergirse en el risueño, oleaginoso, sensual, metafórico y chispeante español con que bregan (verbo puertorriqueño por antonomasia) los hombres y las mujeres en la calle y dicen las décimas o cantan la plena, el merengue y la salsa. Basta leer a los buenos escritores nacidos allí y advertir el riquísimo partido que han sabido sacar de este suculento lenguaje popular, en perpetua mudanza, poetas como el gran Luis Palés Matos (inventor de la 'poesía negra' sin ser negro) o narradores contemporáneos como Luis Rafael Sánchez y Rosario Ferré.

La lengua española sobrevivió en Puerto Rico a una prueba dificilísima: medio siglo de enseñanza obligatoria en inglés en las escuelas públicas. Esta política no "americanizó" a la isla; cuando se restableció el español como primera lengua en los planteles, el pueblo puertorriqueño seguía utilizándola como único medio de expresión. Y, en buena parte como respuesta a aquella absurda política, había surgido en el país una elite universitaria profundamente comprometida con la defensa del idioma y de la tradición hispánica en Puerto Rico, entre la cual destacaban algunas mujeres de primer orden. Entre ellas, una discípula de Menéndez Pidal, y finísima estudiosa de la poesía de Garcilaso, Margot Arce de Vásquez, la aguerrida Nilita Vientós Gastón, la crítica literaria Concha Meléndez, la historiadora Isabel Gutiérrez del Arroyo y varias más. Gracias a profesores e intelectuales como ellas, y a la presencia en la isla de ilustres representantes del exilio español, como Federico de Onís, Juan Ramón Jiménez y Pedro Salinas, los estudios hispánicos en Río Piedras mantenían un nivel altísimo y atraían a jóvenes inquietos y talentosos. También, a muchos rebeldes. Porque, gracias a la particular' condición política de la isla, los inofensivos estudios hispánicos adoptaban allí -¡qué envidia!- un semblante de inconformidad y disidencia, un aura casi subversiva.

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Hace dos años, el gobernador Rafael Hernández Colón, del Partido Popular, firmó una ley que declaraba el español único idioma oficial de Puerto Rico. ¿Qué objeto tiene legalizar lo obvio, confirmar lo evidente? Además de una pérdida de tiempo, puede servir para crear problemas donde no los hay y trocar un consenso en crispados antagonismos. Eso es lo que ha ocurrido, al trasladarse el asunto del idioma del plano cultural -en el que el 95 por ciento de la isla está de acuerdo, como muestra un reciente sondeo- al político, en el que los puertorriqueños se hallan divididos en bloques irreconciliables. En represalia por aquella ley, con que el Partido Popular intentó ganar puntos políticos frente a su adversario, éste, el Partido Nuevo Progresista, luego de derrotar a aquél en las últimas elecciones, la revocó y aprobó otra, instaurando el español y el inglés como idiomas oficiales. Muchos puertorriqueños hablan inglés (y en buena hora, por supuesto), pero Puerto Rico no es un país bilingüe y tardará muchas generaciones en serlo, si llega a ello alguna vez. Sin embargo, la lamentable politización partidista de este asunto ha hecho trizas la unanimidad -o poco menos- que existía sobre la idiosincrasia y vocación cultural de la isla.

Si existiera el voto cualitativo, como querían ciertos doctrinarios del despotismo ilustrado, y los escritores, artistas e intelectuales puertorriqueños decidieran los destinos del país, Puerto Rico sería hoy una nación soberana. Porque un gran número, acaso la mayoría de ellos, está a favor de la independencia. Algunos militan a favor de esta opción, en el PIP (Partido Independentista Puertorriqueño), o en agrupaciones más radicales, y otros, sin militar, la apoyan con sus votos o con su simpatía y nostalgia. Pero en esto, la brecha entre la clase intelectual y el resto del país es enorme. Desde hace décadas, el porcentaje electoral de los independentistas es muy pequeño, para no decir insignificante (5% como promedio en las últimas consultas).

¿Cómo explicar este desfase? ¿Por qué el "sino pueblo que ha mantenido con tanto empeño, a lo largo de un siglo, su identidad cultural y que, en la reciente encuesta de El Ateneo, proclamaba sentirse orgulloso de su condición de hispanohablante, a la hora de votar rechaza de manera rotunda la independencia y elige al Partido Popular, que quiere mantener el estatuto actual -la Mancomunidad- o al Nuevo Progresista, que postula la anexión plena a Estados Unidos?

Los sociólogos y politólogos independentistas explican esta aparente contradicción de la siguiente manera. El pueblo puertorriqueño estaría sobornado y enajenado por la condición colonial, y, a la hora de enfrentarse al ánfora con la papeleta de voto, ciertos reflejos condicionados guiarían su mano antes que un juicio lúcido. El temor de perder los subsidios de desempleo, los cupo nes de alimentos y la seguridad social, por ejemplo, de que se beneficia -y de los que vive- una parte considerable de la población. La conciencia de que sin el derecho a emigrar y trabajar en el mercado norteamericano, los niveles de vida de Puerto Rico, más bajos que los de Es tados Unidos pero más eleva dos que los del resto de América Latina, podrían caer en pica da (La isla tiene una densidad demográfica que es de las más altas del mundo). Y el espectáculo histórico desalentador de tantos países latinoamericanos -que la propaganda de los medios machaca hasta el can-

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¿Espejo del mundo?

Viene de la página anteriorsancio en tiempos electorales a los que la emancipación trajo dictaduras, anarquía, explosivas desigualdades económicas y guerras civiles y terrorismo. Y no hay duda de que, pese a sus altos índices de criminalidad, comparada a otras del Caribe, o de Centro y Sur América, pese a carecer de soberanía política, la sociedad puertorriqueña es más estable y sus instituciones más representativas y democráticas que las de buena parte del hemisferio. Estas razones pragmáticas llevarían a la inmensa mayoría de los puertorriqueños a dar la espalda a la alternativa nacionalista y preferir la semiautonomía actual o la asimilación a Estados Unidos.

Creo que esta explicación es bastante acertada, aunque no estoy seguro de que por ello se deba calificar al electorado puertorriqueño de vendido o enajenado. Salvo una muy pequeña minoría de personas, que vota en razón de ideales y de principios aun cuando éstos no coincidan con sus intereses, en todos los países la mayoría decide su voto por razones materialistas y egoístas, no por las, generosas y altruistas. Aceptar esto es un principio básico de la cultura democrática y, también, un requisito del progreso.La condición colonial es repudiable, sin la menor duda, y el caso histórico de Puerto Rico no es menos trágico que el de otros países ocupados, por naciones más fuertes o más ricas. La isla fue adquirida como botín de guerra por Estados Unidos, pronto hará un siglo. No es menos cierto que, en ese lapso, esa condición colonial ha ido perdiendo su naturaleza represiva y discriminatoria de los comienzos y que ella depende ahora del libre albedrío de los puertorriqueños. También, que, a la vez que los privaba de ciertas prerrogativas, les ha traído considerables beneficios. ¿Justifican ellos la disolución de Puerto Rico en la nación norteamericana, como quiere el Partido Nuevo Progresista, o continuar indefinidamente en esa especie de limbo que es el llamado Estado Libre Asociado, tal como propone el Partido Popular? Así como el rechazo de la opción independentista es evidente, también lo es la pertinaz indefinición del electorado puertorriqueño frente a esta disyuntiva. Aunque a veces ganan los populares y a veces los 'estadistas', la victoria de uno y otro es siempre por porcentajes reducidos, que confirman, en cada elección, una suerte de empate, que deja siempre en suspenso, o posterga al infinito, la decisión definitiva.

En realidad, esa aparente indefinición es una clarísima definición, para el que, además de contar y restar esos votos, quiera ver lo que ellos dicen. No hay duda que ellos quieren decir: no elijo ni una ni otra opción sino, pese a ser contradictorias, ambas a la vez. ¿Es esto locura por la simetría? ¿Esquizofrenia colectiva? ¿O, más bien, sabiduría premonitoria de un pueblo que, sin ponerse a reflexionar demasiado en abstractas teorías, intuye que la evolución contemporánea, al ir diluyendo el concepto dieciochesco y decimonónico de nación, en vez de dejar rezagado a Puerto Rico en el desván de los anacronismos políticos, lo ha catapultado a la vanguardia, y ha hecho de Borinquen, un anticipo del futuro de los países, del mundo?

La internacionalización es el fenómeno más dinámico de la vida contemporánea, es decir, la erosión de la vieja idea de soberanía que sirvió de cimiento a los Estados modernos. Éstos, hoy, conservan sus banderas, sus himnos, sus ritos y ceremonias, pero la nacionalidad es cada vez más un espejismo, pues, en la realidad de sus eco nomías, de sus relaciones diplomáticas y en sus grandes decisiones políticas, así como en el control que sus gobiernos ejercen sobre empresas y ciudadanos, el factor internacional suele ser el decisivo. La soberanía, con la excepción de un puñado de muy poderosas naciones, y aun en ellas cada vez menos, es algo que sólo se ejerce en lo secundario y adjetivo, pero, en lo fundamental de la vida de los países, es cada vez más una ficción, en entredicho con una rea lidad en la que prevalece la in terdependencia. Esta mediatización de la soberanía comenzó siendo obra del comercio y las finanzas, pero ahora abarca también la cultura, la política, y va extendiéndose de manera inexorable a todas las formas de la actividad humana, en un proceso que acerca y traba a unas sociedades con otras. Y ello es así porque esta progresiva y discreta disolución de las fronteras ha abierto un extraordinario abanico de oportunidades para el desarrollo de los países, y de los individuos particulares. Si esta tendencia prospera, la humanidad habrá logrado la mejor garantía contra conflictos bélicos como los de las dos guerras mundiales y contra nuevas aventuras imperialistas. Porque nadie ataca a quien le sirve ni pretende apoderarse de quien ya, en alguna forma, es suyo.

En este contexto, Puerto Rico no es una anomalía sino un espejo del futuro. Su asociación con Estados Unidos prefigura la que podría ser la de los países de Europa entre sí, si los obtusos nacionalismos renacientes no matan el proyecto europeo, y la de los países asociados en el Tratado de Libre Comercio, si los grupos de interés de la administración Clinton no consiguen sabotearlo, y la de los miembros asiáticos de ASEAN, que, por ahora, son los que avanzan más rápido en la desnacionalización. Y de lo que debería ser algún día la integración latinoamericana, si el proceso de apertura y acercamiento bajo el signo de la libertad iniciado, no se detiene, frustrando una vez más la modernización de lo que Stefan Zweig llamó el continente del futuro.

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