Clint Eastwood devuelve el Oeste a la pantalla
Una procesión de diseños de dudoso gusto y un opulento atasco de limusinas precedió a la parte seria del espectáculo
ENVIADA ESPECIALNo hubo sorpresas en la madrugada. Por el escenario del Dorothy Chandler Pavilion desfilaron los rostros que se sabían ganadores por adelantado. Los, en otras ocasiones poco proféticos premios de los críticos, acertaron esta vez: Clint Eastwood, de 62 años, fue el triunfador absoluto. Y triunfó a su manera, terca impávida. Empeñado desde hace décadas en demostrar que el western no ha muerto y que las viejas praderas el Oeste todavía tienen un lugar propio en las pantallas de Hollywood, acabó por llevarse el gato al agua.
Pero antes de esta parte seria del show, protagonizada por Eastwood, Al Pacino, Gene Hackman, Emma Thompson y otros afortunados, en los accesos al Pavilion se formaba el proverbial gallinero. Entre la llegada de Miranda Richardson -primera en pisar la alfombra roja del Pavilion- y el espectáculo más hortera de la noche: el atasco de limusinas que se produjo al final de la velada, transcurrió "la única fiesta en que Hollywood viste peor que Washington", según afortunada frase con que una joven productora definió la entrega de los premios Oscar que anualmente concede la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas. Los asistentes menos implicados comprobamos, con pavor, que han vuelto los años 70. Sólo se salvaron Michelle Pfeiffer, sencilla y delicada; Mary McDonnell, hogareña, y Andie McDowell, retrocedió a los años 20.
El primer signo de alarma tuvo lugar cuando penetró en el recinto Jane Fonda, flanqueada por su imperturbable -parece una carta de ajuste de la CNN- Ted Turner. A esta chica, en su involución, no hay quien la pare: ha conseguido volver a ser Barbarella, y mira al hombre que la ha retirado con la misma devoción con que contemplaba a Roger Vadim, que la hizo progre: cosas de la vida. No es un símil gratuito. Aparte de vestir de sirena por cable, en el bar del Pavilion quiso repostar, se puso a la cola sin que él lo advirtiera y cuando Ted se dio cuenta, la hizo abandonar la fila como quien dice chasqueando los dedos. Dónde se habrá visto, esperar por un trago los Turner.
¿Quién diseñó su vestido?
Pero todo esto ocurrió después. En el principio fue lo de siempre. Mucho admirador en las gradas que graciosamente dejan ocupar al populacho, y unos cuantos cristianos fundamentalistas que cualquier día acabarán encerrados en un rancho con unos misiles, enarbolando carteles tipo: "Vuestra vida de pecado conduce al infierno". Los primeros minutos largos de la entrada de artistas se caracterizan porque no son artistas quienes descienden de las limusinas de alquiler, sino señores bajitos y mayores, colgados del brazo de damas cuyo rostro resulta familiar e inidentificable a la vez, porque todas han sido rediseñadas por el mismo cirujano plástico.Miranda Richardson al llegar contempló con impavidez, mientras recorría la alfombra, las pancartas que ávidos periodistas a la caza de información privilegiada enarbolaban agitadamente, con la pregunta del millón de dólares escrita en letras grandes: "¿Quién diseñó su vestido?" La pobre Joan Plowright, tan shakespeariana ella, no se atrevió a dar el nombre de la modista de su barrio. Por suerte, Karl Malden llegó a continuación y los distrajo un poco. Seguirían Federico Fellini, Giulietta Massina -que ya estaba a punto de llorar-, Marcello Mastroianni.
Martin Brest, director de Esencia de mujer, fue asaltado por la prensa al mismo tiempo, y tuvo el buen gusto de responder: "No me entrevisten a mí, sino al señor Fellini". Con el grupo italiano iba Sofía Loren, vestida, o lo que fuera, por Valentino. Fue muy alabado -estamos en California- el bronceado de la Loren. O está conectada a Michael Jackson y va sorbiendo bronce mientras él se lo quita, o también ha decidido volver al pasado y se ha puesto directamente en el papel de Aida, que interpretó de jovencita con una mano de betún onda El cantor de jazz.
Entre tanto, Morgan Freeman, guapísimo con su pendiente de anillo, se contoneaba hacia la entrada, y la veterana Lena Home se contoneaba hacia la alfombra, la pobre: un poco más, y se la come. Quincey Jones, que en la entrega de premios sería su acompañante, apareció con su amour fou Nastassja Kinski, que es una gloria de chica, apenas sin maquillar y más feliz que una peonza. Richard Harris -cada vez se parece menos al rey Arturo y más a Merlín- vino con su mujer, Ann Turkel, y Kathy Bates, la adorable gordita de Tomates verdes fritos, sorprendió al respetable con una falda pantalón larga hasta los pies que, más tarde -al bajar las escaleras en un descanso, camino del bar- se le enredó y la hizo descender en picado tres escalones.
La persona más deseada de la noche, Jaye Davidson, candidato al Oscar al mejor secundario por El juego de lágrimas, se materializó al fin, vestido de sutil andrógino: pantalones y botas de montar y chaqueta ceñida abierta en generosa uve, para que se vea que no tiene pechos pero tampoco pelitos. Por cierto que, en el Baile del Gobernador -una especie de cena que se da en el mismo Pavilion y a la que todos asisten y de la que todos están deseando largarse-, un camarero blondo y lánguido se le insinuó, y Jaye le dió tal bufido que el otro fue a por el finiquito.
El rimmel de Deneuve
Billy Crystal, el presentador, tuvo su mejor momento cuando dijo que Sharon Stone llevaba esa noche ropa interior, pero que él, no; y Sharon Stone lo tuvo cuando anunció su boda con Bill McDonald, productor de Sliver, su última película. Los íntimos se preguntaban qué hará con su novia (ella, no él). Crystal ha hecho subir las audiencias de la retransmisión televisiva de la ceremonia, y se nota que lo sabe: la gente esperaba con ansia su numerito de aparición. Y vió a Jack Palance tirando con los dientes del Oscar y de él. Palance es un hombre práctico y fue sorprendido por un espía catalán, enviado por esta cronista al lavabo de caballeros, con un caja de cartón bajo el brazo: contenía unas zapatillas negras, que se puso en el escenario, para no resbalar.Entre los más celebrados y más queridos de la noche se encontraban Gregory Peck, Bob Hope, que tuvo que ser conducido tres veces al excusado -debe de ser la próstata- y, desde luego, la pareja formada por Susan Sarandon -que se marcó un discurso en favor de la acogida en EE UU de los enfermos de sida haitianos aislados en Guantánamo, Cuba- y Tim Robbins. Los dos últimos ejercen de normales, y aunque ella llevó moño años 70 casi tan babélico como el de Fonda, lo compensó con un lamé dorado ceñido de los de Hollywood de siempre.
Contra toda previsión, resultó que Catherine Deneuve sí se había dejado influenciar por el peluquero Jose Eber, permitiendo que añadiera a su corta melena unas extensiones en las sienes que conjugaban a la perfección con el salto de cama con pompones fucsia que Yves St. Laurent debió diseñarle en un momento de levitación. Se tragó el rimmel cuando el premio fue a parar a la inteligente, enérgica y muy irónica Emma Thompson, que, a la pregunta del típico periodista agresivo: "¿De quién es el vestido que lleva?" replicó con un tajante: "Mío". Emma se descalzó, camino del Baile del Gobernador, y otro tanto hizo Martita Querida, como llaman a la mujer de Plácido Domingo -porque así se dirige a ella constantemente el tenor-, pero esta vez a la salida del banquete, lo que resulta aún más comprensible.
Al final, entre un fragor de limusinas atascadas, en un rincón del vestíbulo, Federico Fellini se sintió enfermo y su amigo Marcellino -que sólo habla inglés cuando lo exige el guión- le pasó el brazo por el hombro. "Questi americani sono pazzi", supongo que diría.
Babelia
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