La Bicha como fetiche
El escritor y ensayista Fernando Savater responde en este artículo a los dos que publicó Rafael Sánchez, Ferlosio bajo el título Contra el liberalismo cultural (EL PAÍS 24 y 25 dé febrero), en los que reflexionaba sobre las relaciones entre libertad de mercado y los contenidos televisivos.
Los predicadores se mantienen, época tras época, en la misma línea, tronando vigorosamente contra la innoble corrupción y el vil lodazal en el que chapotean los seres humanos, pero varían su táctica de acuerdo con la moda de los tiempos y su propia desfachatez o sinceridad. El hermano del padre Zósima, en Los hermanos Karamazov, gustaba declararse ante su madre culpable de todo el mal que ocurría en el mundo. Actualmente se lleva más el procedimiento inverso y los predicadores culpan al mundo ("el determinismo económico y social" el "Sisterna", "Occidente"...) del mal que ocurre en cada persona y en el que cada persona incurre. El resultado siempre es igual: una lúgubre o sarcástica celebración de la impotencia humana en la que se refocilan con aspavientos de deplorarla; una enmienda a la totalidad que todo lo deja confortablemente igual, pues la tarea es tan vasta que no hay por dónde empezarla o debería haber sido empezada hace ya siglos para poder llevarse a cabo. Pero al menos los predicadores de antaño, tras exhortarnos ("¡arrepentíos!")' añadían con estimulante amenaza: "¡El día se acerca!". Los de ahora, ni eso. Tenemos que arrepentirnos gratis e inacabablemente, porque el día justiciero no piensa molestarse en llegar. A todos ellos, a quienes piden arrepentimiento general y a quienes les escuchan (aunque sin adquirir con el sermón otro compromiso que el castizo "¡diga usted que sí!"), les llamaba Spinoza, con su habitual acierto, supersticiosos.En la orden de predicadores parece querer entrar ahora el gran Rafael Sánchez Ferlosio, aunque aún está en la fase de noviciado, y espero, por el bien de quienes somos sus lectores, que no llegue a profesar votos definitivos. El fondo de la nueva fe que le anima es su indignación ante el excesivo liberalismo de la sociedad en que vivimos (nosotros, claro, no los yemeníes o los cubanos), tan liberal que ya ni puede llamarse sociedad ni cosa que le valga. Todo es omnipotencia del mercado y determinismo económico y social, clichés que repite con el conmovido fervor con el que los neófitos suelen jalear las más ajadas jaculatorias. Estos términos, por otra parte, le parecen tan obvios que ya no se molesta en explicar con detalle su funcionamiento y características: ¿acaso alguien no sabe lo que es "el determinismo económico y social"? Pues, eso: a buen entendedor... Causa una impresión un poco chirriante el ver una prosa tan rica en matices y tan jugosa en los razonamientos como la suya acorazarse tras los lemas ortopédicos de la langue de bois del pleistoceno marxista, pero supongo que habrá quien se lo agradezca y diga: ¡Por fin habla claro!". Cuestión de hábitos, sin duda.Toda predicación necesita un fetiche perverso al que clavar sus dardos, una representación del Maligno (¡ese Gran Cabrón!) cuya veneración idolátrica con dense el embobamiento culpable de las masas y la manipulación de los satanistas. Y entonces, como en cualquier apocalipsis que se precie, hace su entrada la Bestia Triunfante, la Madre de las Mil Abominaciones, la invencible Bicha con la que no hay quien pueda. Vamos, la tele. Y ya que en la filípica de Rafael aparezco yo también, entre otros descarriados por la Bicha, me gustaría terciar un poco en este asunto, porque predicar contra los predicadores es un ingenuo regocijo del que no logro privarme. Quizá consiga aclarar algunas cosas o por lo menos presentar confusiones alternativas: aunque puede que no haya reme dio y que estemos destinados a acabar, Rafael y yo, hechos con la Bicha un lío... La manía de despotricarPara empezar, según Ferlosio, la televisión es inmunda, pero también imposible de enmendar. Desde hace 20 o 30 años, expertos y profanos despotrican contra su poder degradante, corruptor, mimético (esto de mimético debe ser muy malo, porque se repite varias veces, aunque sin más aclaraciones), grosero, podrido, abyecto, etcétera, sin lograr desviarla ni un milímetro de su camino fatal. En vez de sacar de aquí un argumento contra la inútil manía de despotricar y su implícita hipocresía, Ferlosio considera probada la carencia absoluta de la más insignificante libertad entre los humanos. Si fuésemos libres, dado que a todos lo que más nos gusta es lo culto y lo fino, tendríamos una televisión culta y fina; como la tenemos hortera, es que somos esclavos del fenómeno económico-industrial (que debe ser más o menos el mismo que el determinismo económico-social, reflejo a su vez de la omnipotencia del mercado). Tan irrefutables conclusiones justifican luego la amonestación que dedica Ferlosio a Muñoz Molina, afeándole que hable aunque sea en tono escéptico de cualquier intervención del Estado en la televisión, como si esa providencial medida fuese Posible. ¡Prohibiciones del Estado en televisión! ¿Dónde y cuándo se ha visto tal cosa? Más fácil sería creer en la resurrección televisada de los muertos...
De modo que resulta disparatado que yo me erija en paladín de libertades por definición imposibles y proteste contra la manía de prohibir. ¿Padezco acaso, se pregunta Ferlosio, de antiautoritarismo visceral y de prejuicios contra la sana -aunque también imposible- costumbre de prohibir? Intentaré explicar mi postura. Si me molesta que las autoridades me prohíban cosas, no es porque me disgusten las prohibiciones sino, al contrario, porque me encantan: si me las imponen desde fuera, me quitan el placer de imponérmelas yo mismo. Me paso la vida prohibiéndome cosas con singular fruición: programas de televisión, lecturas, diversiones, compañías, vicios, virtudes, de todo. Es más, creo que en tal capacidad de autocontrolarme consiste algo que se puede llamar madurez o cordura, y que me parece de la más alta valía. Que las autoridades me impidan hacer daño a los otros, bueno; pero nada de que me obliguen a no hacerme daño a mí mismo, porque eso -no llegar nunca a ser dueño de mí mismo, aunque me pese- sí que me hace verdadero daño. En lo tocante a los demás, mi temperamento prefiere promover a prohibir. Ya sabes, en vez de quejar me de que las revistas son malas, hacer una como a mí me gusta; en lugar de despotricar contra lo insulso de lo que se escribe, escribir o hacer escribir a otros cosas que considero de mayor interés, etcétera. Lo que más me fastidia de las televisiones en España no es lo que hay, sino lo que no hay. ¡Lástima que aquí al mercado no le haya dado por hacer buenos programas sobre libros, como los que su omnipotencia con siente en Francia, o de filosofía, como los que el determinismo económico-social ha permitido en la BBC! ¡Ojalá las dos cadenas estatales no fueran impotentes y promovieran espacios más interesantes, aunque no se prohibiera . ninguno de los otros que a Rafael y a mí no nos gustan!Libre albedríoClaro que creo en el libre albedrío. Vergüenza me daría escribir artículos si no diera por sentado el dato básico de que la gente es capaz de informarse, comprender y elegir por sí misma. Claro que creo que los miembros de una familia pueden criticar ciertas emisiones o ciertos anuncios y en cambio sacar provecho de otros. Lo que no sabía es que la televisión es una de las mayores fuerzas que ha puesto a la familia en bancarrota: ¿dónde ha salido la noticia?, ¿en la sección de sociología de Readerls Digest, quizá? Precisamente porque creo que la libertad humana consiste en intercambio social, actuación civil y espacio público, doy por supuesto que los padres pueden educar a sus hijo! y aprender de ellos, que las personas pueden confrontar sus puntos de vista y criticar o burlarse de los comúnmente vigentes, que al otro lado de la pantalla no acecha ningún bicho omnipotente ni la ley de la jungla sino también personas capaces de iniciativas positivas y negativas, de buen y de mal gusto, de contar mentiras y de buscar la verdad. Creo que desde este lado de la pantalla pueden reclamarse cosas a los que están al otro lado, influir en la programación (para bien o para mal, desde luego) y aprender a resistir o resistir aprendiendo. Hasta pienso que es posible, de vez en cuando, apagar la televisión y no verla, como si estuviera prohibida. ¿Excesivo optimismo? Para que Ferlosio vea que no tanto como parece, vuelvo al caso de Savonarola, indiscutible santo patrono de perfeccionistas sociales y predicadores apocalípticos en general. Savonarola denunció en su día elocuentemente el furor de lucro y el desmedido apetito de belleza y lujo que alejan a los hombres de la piadosa simplicidad igualitaria. El símbolo de tal desorden consumista y máximo representante del mercado omnipotente era por entonces Lorenzo de Médicis, llamado el Magnífico. Quinientos años después, el esplendor promovido por Lo, renzo en Florencia hace que se le recuerde con admiración (aunque era un pájaro de cuenta), mientras que a fray Girolamo sólo se le concede la curiosidad mezclada de repulsión que reservamos para los chalados intransigentes. Así de injustos somos. Pero, sin duda, bribón y mercachifle como era, Lorenzo también tuvo grandeza y buen gusto. El problema es que eso acabó y hoy, como dictamina Silverio Lanza, "ya no hay grandeza en la raza humana: sólo se logran algunas buenas estaturas". Ahora la capacidad de dictar la moda que tuvo Lorenzo, a partir de su poderío mercantil, se halla fragmentada en manos de millones de lorencitos democráticos y, claro, el resultado no es lo mismo de magnífico. El determinismo económico-social de un Lorenzo produce a Botticelli; el de millones de lorencitos nos trae el Un, dos, tres. Ferlosio propone darle una segunda oportunidad a Savonarola, sublevado esta vez no ya contra las corrupciones producidas por la belleza sino contra las que causa la fealdad. Aceptémoslo: ¿quién ocupará el cargo? A los déspotas ilustrados siempre se les ha notado más lo primero que lo segundo, y ahora no digamos. ¿Quién encauzará austera y educativamente nuestra televisión, o la cultura en general? ¿Matanzo? ¿Monseñor Yanes? ¿La junta de rectores? El único candidato por el momento es el mismo Ferlosio y lo que conocemos como plato fuerte de su programa es que suprimirá el público aplaudiente de los estudios: gran mejora, desde luego, pero quizá sea mejor no arriesgarse...El sentido de lo públicoTal como Ferlosio, yo también creo que es imprescindible y urgente reforzar en nuestras sociedades el sentido ilustrado de lo colectivo, de lo público, de lo interpersonal.
Y, sin duda, también me desasosiega un tanto ver que las televisiones públicas y privadas contribuyen de un modo tan mediocre a ello. Pero no menos me desagrada el narcisismo truculento de los predicadores, su irredentismo desmovilizador, su sociologismo teologizante, su antimodernismo patológico, su tendencia a igualar lo incómodo y lo atroz, las bribonadas y los crímenes, en suma, su elitismo perfeccionista, a veces disfrazado de populismo de alto coturno. De modo que ya ves, Rafael: lo tengo aún peor que tú.
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