Naranjos, cazadores y pirómanos
A la memoria de AmparitoHeredé de mis padres, hace ahora 20 años, unas tierras de naranjos en la ribera alta del Xuquer. Camps y Horts, los llamamos allí. Los primeros en la zona baja que va desde el río al pueblo, forman pequeñas explotaciones que casi nunca alcanzan la hectárea y que se dedicaban en su mayoría a producir hortalizas hasta que el furor de los agrios se apoderó de nosotros.
Y la zona de las colinas, que es la de los huertos, de cultivo en terrazas, ganados con dinamita a la peña y al pino, de mayor extensión media, reservados a variedades de más alta rentabilidad y con más elevadas ambiciones: casa de hortelanos y casa de señores, muretes de piedras viejas que circundan la finca, pozo artesiano y motor propios, canalillos de obra para el riego, márgenes de roca y cemento que en ocasiones rebasan los tres metros, camino de entrada con palmeras, cipreses, adelfas, hortensias, madreselvas, algún laurel. Memoria de glorias familiares o florón del éxito personal, antes impuesto destino de verano, hoy recurso dominguero, el hort ha sido un lugar mágico en el universo simbólico de mi tierra.
Antes de 1936 se decía que con un huerto podía vivir una familia y mandar a sus hijos a estudiar a Valencia. Las destrucciones de la guerra civil y el aislamiento que nos impuse, la guerra mundial disminuyeron por un tiempo el atractivo económico de los naranjales. Pero en la década de los cincuenta la laboriosidad de mis paisanos y las medidas político-comerciales de Manuel Arburúa los constituyeron, a pesar de las heladas, en vanguardia exportadora de España y en soporte esencial de su balanza exterior.
Las naranjas se convirtieron en baza económica capital, y los valencianos tuvimos la conciencia de ser los grandes valedores de la economía española. Los huertos volvieron a cotizarse, los productores y exportadores de agrios adquirieron notable potencia negociadora, y el sec tor económico de los cítricos fue uno de los más relevantes de la España de entonces.
La aceleración del proceso industrializador, el turismo, las inversiones extranjeras y, sobre todo, la enfermedad del naranjo que nos vino de Estados Unidos y que llamamos, con ironía profética, tristeza, pusieron límite en los años sesenta a, ese perfil protagonista. Desde entonces los agrios han ido declinando en rentabilidad y prestigio, suavemente en la década de los setenta, con brusquedad y dramatismo en los ochenta. Las nuevas explotaciones en otras zonas, financiadas con frecuencia con dinero negro, han fragilizado aún más la situación.
Hoy, tener huertos en la. Ribera es una opción folclórica y cultivar agrios es una práctica (casi) masoquista. Esta anunciada decadencia, sin rebeldías ni solidaridades, más bien coreada por un cierto saturnismo local (¡manes de Joan Fustef!), ha seguido el curso que le tocaba, el del campo, impertinente residuo económico en la sociedad de la información y de servicios, al que sólo le cabe vivir al margen, desaparecer con discreción y decoro.
Así, perdida su función económica, los huertos, refugio de desfallecidas identidades, se han transformado en espacios socialmente borrosos, huérfanos de legitimación incapaces de desuncirse de la, nostalgia de lo que fueron, a la búsqueda de improbables destinos.
En el centro de esa nostalgia estaba la condición absoluta de la propiedad, su carácter inviolable. Entrar sin permiso en la finca de otro era tan reprobable en mi pueblo como en California. Sin duda, el valor económico de las naranjas en su época dorada y el celo posesorio que acompaña al minifundio tuvieron mucho que ver con esa radicalidad propietaria.
Doy un ejemplo. Uno de mis huertos, El Estret, tiene en su parte alta un pequeño pinar de apenas cinco hectáreas, que se extiende sin solución de continuidad a. otras 500 de distintos dueños. En ese amplio perímetro se encuentra un torreón semiderruido, al parecer de origen árabe, en cuya base se inicia una galería subterránea de alguna importancia. El lugar, conocido como la Cova de les Meravelles, fue desde siempre objeto de la codicia aventurera de los niños que, sin embargo, en sus correrías no desbordaban nunca las inmediaciones del torreón. El respeto a la finca del vecino, al que la alargada sombra de aquella Guardia Civil no era ajena, constituía un principio, y casi una práctica, incuestionables.
La década de los setenta llevó hasta los pueblos el culto de la evasión urbana, la sacralización de los fines de semana, el mito del ocio y del cultivo de las aficiones propias. Entre ellas, en mi zona, la caza había sido desde siempre actividad muy popular, aunque la modestia de nuestra orografia y la escasez de montes públicos redujeran el ejercicio cinegético a contadas excursiones extramuros y a discretas escaramuzas con perdices, patos y liebres.
Provistos de la legitimación que los nuevos tiempos les ofrecían, los cazadores comenzaron a extender el ámbito de sus hazañas sin distinguir demasiado entre predios públicos y propiedades privadas. Pero, con timidez y cierta conciencia de furtivos, todavía "dentro de un orden", como solía decirse. Cuando en aquellos años me tropezaba con alguno en una de mis fincas, se apresuraba a decirme que estaba de paso y a evocar cariñosamente la memoria de mi padre.
Al final de la década llegó la democracia. Por la puerta trasera, en dificil coyuntura mundial, desmemoriada, en mala compañía. Travestidos políticos, pícaros oficiando de financieros, horteras con vocación de jet society, la mediocridad modelo único, el pragmatismo divisa unánime, los valores al desván, derechos sin deberes, el dinero como religión, el lujo como paradigma, la sociedad partida en dos: los listos al bollo, el resto al hoyo.
El desencanto público y el arrebatacapas privado señorearon también mi tierra. Los cazadores ahora subían con sus coches hasta la casa de El Estret, aparcaban frente a ella y la utilizaban como lugar de refugio y descanso. Cuando el admínistrador, y más raramente yo, coincidíamos con ellos, se limitaban a alegar que no hacían nada malo y que en algún sitio tenían que cazar. Tantas veces forzaron la puerta donde mi abuelo había grabado las iniciales de sus dos hijas, que decidimos no repararla. Desde ese momento consideré que el huerto era una dotación con la que estaba contribuyendo al desarrollo cinegético de la zona.
Poco después comenzaron los incendios forestales. En la Ribera también. Pensé que el monte de El Estret no corría riesgo alguno, puesto que contaba con la vigilante defensa de sus usuarios, mis paisanos cazadores. Pero han acabado quemándolo. Vindicativos pirómanos, dicen. ¿Vindicta? ¿Contra quién? ¿Contra mí, a quien ya nadie conoce? ¿Contra los cazadores? ¿Contra los propietarios del pueblo? ¿Contra la humanidad? Cualquiera y todos ellos. Una sociedad de exclusión y sin valores es una sociedad desalmada. En ella no dura el disfrute. Sólo la frustración y la violencia.
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