Autores, actores, directores
La Asociación de Directores de Escena no está de acuerdo con las opiniones de Eduardo Haro Tecglen sobre los directores de escena, según publicó ayer en estas páginas Juan Antonio Hormigón, secretario de la mencionada asociación. Haro TecgIen responde en este artículo a Hormigón.
Hablo de aquí y ahora: de los directores de escena en general, de muchos en particular, de quien usa y es dueño de un arte, y de quien abusa y destroza el teatro. Me refiero a unas notas mías del 6 de febrero (Babelia) y a una desabrida respuesta sellada por la Asociación de Directores de Escena de España: institucional. No quisiera contestar: me sobrecojo cuando veo los dientes del odio; más en una masa gremial, en la que muchos están movidos por los agitadores.Se me dice que es preciso. Y digo que no hablo de Piscator o Gordon Craig, ni de Antoine o Rivas Cherif: ellos tampoco, aunque se amparen en sus sagrados espectros.
Pálpito psicófico
Suelo reconocerme cuando me insultan; acepto mi falta de erudición, o de cultura común y corriente, mi nulidad de obra de referencia -soy un periodista: algo repentizador, cotidano, sin huella- y, cómo no, en el "pálpito psicótico". (¡Cuánto pálpito psicótico tengo!).
Por todo eso escribo de generalidades urgentes, como el teatro de aquí y ahora. Reconozco que desde hace un siglo se discute la pertenencia de la obra teatral a la literatura dramática o su reducción al mundo del espectáculo; y expongo también que hoy se ha regresado al teatro de texto. Confieso que tengo creencia en el teatro que se escribe para que se represente; y así figura, hoy y aquí, en todas las historias de la literatura. Consta de autor y actor, y de lo que en principio era el círculo mágico, en la calle o en el campo, donde los actores interpretaban lo escrito. Aquí, entre nosotros: la aparición del director de escena -Rivas, Martínez Sierra, Lluch, yTamayo, Luca de Tena, Escobar- vino a sustituir con buen resultado a quien normalmente la hacía, que era el primer actor de la compañía (compañía estable), unido al autor, que era por definición "dramaturgo", es decir, conocía la forma de expresarse en el teatro, con sus limitaciones y sus libertades, con su espacio corto y su imaginación abierta. Era dramaturgo como otros escritores podían ser sonetistas, cuentistas, novelistas, ensayistas: un oficio para realizar unido a un arte y a un pensamiento. Las obras de teatro estuvieron y están repletas de acotaciones, de notas, de descripciones. En algunos eran literarias (Valle), en otros de servicio; en muchos, minuciosas (Jardiel). Autor y primer actor se sentaban juntos en los ensayos. Muchas veces, los actores sugerían modificaciones: estaban "incómodos" en el papel, o decían una frase sin sentido, porque la escritura les parecía que fallaba en algo. El autor atendía. El actor era trascendental, claro: aportaba un talento y su propia escuela, su genio.
La multiplicación y vulgarización del director de escena cambió ese equilibrio. Me resulta difícil referirme a la Asociación de Directores de Escena de España, porque no tiene sentido: son individuos, y en ellos hay excelentes hombres de teatro, magníficos directores de escena y, simultánemente, fracasados, frustrados, ambiciosos, envidiosos, torpes, desahuciados; son los que se encuentran peor tratados y los más fácil al odio y al insulto. Me es difícil abarcarlo todo, y preferiría dirigirme a su secretario general, Hormigón, que sí contiene todas estas desgracias que sin duda suple con su erudición, su cátedra y su ensueño científico, y con la redacción de pliegos contra otros y con quien ya he tenido algunas discusiones sobre éste y otros temas teatrales. Al amparo de esa operación, de la que siempre citamos a los talentos, pululan tántalos que tienen sed de escenario y no la cubren, y recurren a todo lo posible: se convierten en promotores o empresarios, son ellos los que corren a toda clase de autoridades y fundaciones para "sacar" el dinero. Ellos los que han acabado con las compañía permanentes: las forman de aluvión y "dirigen" a los actores, les obligan a modificar su talento, su escuela original, a ejercitarse en ejercicios ajenos, a aceptar la lógica de un papel cambiado que siempre va en detrimento de quien lo ha de decir. ¡Los Hormigones! Son ellos los que frecuentemente ausentan al autor, si está vivo, de los ensayos: para que no estorbe su idea con el texto real y los personajes creados. Son ellos quienes los prefieren muertos. Los Hormigones no tienen escrúpulos: han partido al asalto del. teatro y lo hunden con Su peso. La coincidencia de que el teatro de director se produzca en España cuando se hunde el teatro en sí es algo más que una casualidad: lo están arruinando: cuento en la cartelera de Madrid 15 autores del tiempo pasado, me salen 14 extranjeros; hay 6 escritores españoles vivos. Algunos, quizá, fácilmente adaptables a lo que mande el director. Si no, no estrenan. Y si les cae encima un mal director, tienen que soportarlo o retirarse. Como les pasa a los actores. De las adaptaciones clásicas y en dominio público, los directo res suelen figurar en la ficha como autores por la adaptación; en muchas de las extranjeras, por la traducción. La asociación que me agrede tramita ahora la sol¡citud de derechos de autor, aun de los autores vivos: puesto que la obra, dicen, es de su creación. Antes era una cuestión de pica resca: los empresarios solían cobrar a los autores no dominantes por el hecho de estrenarles; no sé lo que hacen hoy. En el cine, muchos productores están firmando hoy como guionistas, y sin duda colaboran.
Hipertrofia
La figura del director se ha hipertrofiado hasta el punto de que todos los teatros institucionales tienen al frente un director de escena, entendiendo que debe programar, hacer los repartos, elegir los autores, encargar las traducciones, buscar escenógrafos. No creo que haya ningún caso en el que el director sea un actor -a no ser porque esté trabajando como director de escena-, y a ningún autor. Ni siquiera un funcionario cultural con capacidad para administrar. Así el director de escena se ha hecho imprescindible, en la empresa pública como en la privada que muchas veces asume. Un personaje único y dictatorial que en algunos casos merece serlo, por su calidad y su cultura (si es que alguien merece ser dictador) Y aun así no hay razón para su monopolio. Que es el que defienden los Hormigones gremialistas: que nadie pueda dirigir sin pasar por su examen, ni actuar si no estuvieron bajo su cátedra; ni estrenar si no se someten a las modificaciones y la "dramaturgia" -palabra usurpada- del gremio.
Amparados por unos directores de verdad, que ofrecen espectáculos importantes y repartos bien hechos, o por otros a cuyo estímulo se debe la creación de grupos independientes (hasta el punto en que se puede ser independiente hoy) estos parásitos, estos Hormigones, tratan de medrar: a costa del hundimiento del teatro y con la colaboración de las instituciones nacionales, municipales, comunitarias o privadas. Me permití exponer algunos motivos más, según mi torpe entender, en él escrito publicado el 6 de febrero, y sólo en forma de nota. Parece aquí, ahora, que los malos son sólo los Hormigones: pero hay más intereses, más debilidades, más desgracias. Menos mal que queda un poco de cine, mucho de televisión, para sostener la literatura dramática que ellos han roído. Los Hormigones. Que, naturalmente, como tantos Hormigones en otras actividades nacionales, se quejan ya de la prensa, de su prepotencia, de las otras libertades.
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