El debate educativo
DESDE LA oposición conservadora suele acusarse al Gobierno -muchas veces con razón- de moverse en los grandes parámetros de la macroeconomía y de olvidarse de la microrrealidad, de todo aquello que conforma la vida cotidiana de las gentes. Pero el debate habido en el Congreso de los Diputados sobre el primer año de desarrollo de la Ley de Ordenación General del Sistema Educativo (LOGSE) ha puesto de manifiesto que una cosa es predicar y otra dar trigo. La respuesta de los portavoces de la oposición al informe del ministro de Educación, Alfredo Pérez Rubalcaba, sobre el curso 1991-1992 (al margen de la justificada queja sobre el escaso tiempo de que habían dispuesto para estudiarlo) vino a reducirse, una vez más, a la lamentación sobre la penuria presupuestaria y a la discusión de siempre sobre el porcentaje del PIB destinado a educación. Apenas poco más.El enorme caudal de normas de desarrollo de la LOGSE producido durante el curso 1991-1992, a las que hacía referencia el informe ministerial, no mereció otro comentario del portavoz del Grupo Popular que la acusación al ministro de intentar ocultar la realidad bajo un montón de hojarasca normativa. Siempre se puede afirmar que el dinero que se invierte en educación es insuficiente, pero los problemas de la reforma educativa puesta en marcha por la LOGSE, y sus ritmos de aplicación, no se reducen sólo y exclusivamente a su dimensión económica.
Es importante saber si los decretos que determinan los contenidos de los planes de estudio de las nuevas etapas educativas son los más adecuados; conocer qué destino le depara la reforma a la enseñanza de la lengua, la filosofía o las matemáticas, o qué modelo de cultura básica subyace en los nuevos currículos de la etapa de educación obligatoria; indagar cuál es la verdadera naturaleza de los cursos de actualización y de especialización, en los que, según el ministro, han participado más de 93.000 profesores durante el curso 1991-15192. Pues bien, sobre todas estas cuestiones, aspectos esenciales de muchas de esas normas de desarrollo de la LOGSE, los diputados no ocuparon ni un segundo del debate.
También quedaron marginadas otras cuestiones no menos condicionantes de la realidad educativa: saber si es o no adecuada la formación permanente del profesorado, sin la que ninguna reforma educativa puede salir adelante; o dilucidar, de paso, si son ciertas o no las quejas de quienes acusan a ciertos programas de formación permanente de un sesgo excesivamente sindicalista, o si es o no verosímil que, a la hora de los concursos de méritos para el acceso a determinados cuerpos docentes, se valore más la participación en cursillos de una semana que la acreditación de haber realizado una tesis doctoral.
Ésas, y muchas otras, son las cosas que verdaderamente interesan y repercuten en la calle, además, por supuesto, de la negativa evolución durante los últimos años de nuestro porcentaje del PIB en el gasto educativo. Claro que existe un problema presupuestario (y Rubalcaba, más desdibujado que su predecesor, no ha sido capaz de explicar suficientemente en qué sentido le afectará a la reforma educativa en marcha), pero centrarse exclusivamente en él es una forma parcial e insuficiente de aproximarse a las dificultades que plantea la transición entre el viejo y el nuevo sistema educativo.
Una lamentable ocasión perdida para demostrar en el Parlamento la cualificación profesional de sus señorías, que, en el caso del partido mayoritario de la oposición, además puso de manifiesto su mimética inclinación por las grandes cifras y el rechazo, consciente o no, de lo cotidiano.
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