Nadie puede con la bicha / 1
RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIOSobre la relación que existe entre la libertad de mercado y los contenidos televisivos y de qué modo, siendo el liberalismo libertad de empresa, el empresario, incluso de la industria cultural, queda irresponsabilizado ante dichos contenidos.
Para Eduardo Haro Teeglen.1. Nada ganamos con que nada se herede ni nada se contagie cuando todo se imita. La experiencia de la enseñanza conoce desde hace tiempo lo que podríamos llamar mímesis a la baja: que la inercia del, discurso escolar tiende a adaptarse al nivel del más tonto. La enseñanza, que todavía tiene que responder ante alguien de su calidad, trata de remediarlo con una atención tensa y constante, pero la televisión, que estando sometida al mismo achaque es, sin embargo, no se sabe por qué, irresponsable frente a cualquier instancia, parece gozarse hocicando y rebozándose en los más bajos fangales de la estupidez y de la indignidad. Pero si esto ocurría ya con una televisión única y pública, la cosa se ha multiplicado por cinco con la aparición de otras tantas cadenas compitiendo en la fascinación de la mierda, en la coprofilia, que incluso ha tenido hace poco una expresión literal: simbólicamente, el más veterano paladín de la degeneración mental y moral, el programa Un, dos, tres..., ha presentado, para gusto y regocijo de los espectadores invitados, un vídeo de animales defecando.
2. En EL PAÍS del 19 de diciembre de 1992, Rosa Montero critica, con relativa justicia, un anuncio, del que llega a decir "merecería ser prohibido", sin atreverse, no obstante, a mencionar la marca -pone XXX en el lugar de su nombre- ¿Qué es esto? Criticando la actuación de un político o la obra de un pintor o un literato no habría silenciado nombres propios, ¿por qué la marca de un producto, que a través del anuncio se hace no menos público que esa obra o actuación, va a tener derecho a tal inmunidad? Es un equívoco terrible que el interés de las empresas de iniciativa privada sea homologado como interés particular y se arrogue el derecho a ser respetado por cualquier voz que pudiese causarle un perjuicio económico. ¿Es que cuando el liberalismo haya alcanzado su meta de la privatización total los empresarios de los transportes o de la sanidad van a poder mantener su gestión a salvo de cualquier crítica, en nombre de la sagrada inmunidad del interés particular? Ítem, ahora que los anuncios han pasado de la cuña intercalada a formar el contenido mismo del programa, de suerte que la televisión ha sido totalmente fagocitada por la publicidad, ¿el derecho a la impunidad del interés de los empresarios anunciantes va a imponer el silencio a cualquier crítica de la televisión? O bien, siendo la publicidad la manifestación cultural aplastantemente dominante del liberalismo y de la economía de mercado, ¿qué ocurrirá si, tal como parece pretender, se erige en intocable?
Liberal-capitalismo
3. Nuestro siempre querido, benemérito, inefable, impepinable e incombustible diario monárquico de la mañana parece, cuando menos, defender el principio de la economía de mercado según el cual el empresario particular sería totalmente irresponsable del contenido y el sentido público de su producción. En efecto, en el artículo Los niños víctimas de la publicidad de los juguetes (ABC, 22 de diciembre de 1992), que al ir firmado con solas iniciales -A. E.- supongo que recoge la sumaria opinión del periódico, leemos lo siguiente: "La culpa de la situación no es, de los fabricantes de juguetes, ni por supuesto de los profesionales ¿le la publicidad, que hacen su trabajo lo mejor que pueden y con un resultado técnico excelente en líneas generales. La culpa. es del Gobierno que, a la vista de los problemas que se han producido, debe establecer los límites razonables". Cuando, después, el artículo se explaya tanto contra la publicidad -tachándola no sólo de agresiva, sino también, implícitamente, de fraudulenta-, como contra los juguetes mismos -"productos que están cada vez más alejados de lo que debe ser un juguete"-, uno entiende que la anterior frase exculpatoria de fabricantes y de publicitarios, que "hacen su trabajo lo mejor que pueden y con un resultado técnico excelente en líneas generales", no admite más interpretación que la más rigurosamente liberal-capitalista, esto es, la que se atiene al principio de la total irresponsabilidad del empresario con respecto a la naturaleza del producto y de la correlativa indiferencia e inocencia de la mercancía. Según la más estricta doctrina liberal, el fabricante de juguetes y su publicitario no tienen porqué arrogarse ningún papel de protectores de la infancia ni entrar en miramiento alguno sobre si los anuncios y los juguetes frustran o divierten a los niños, si los hacen ser más listos y más buenos o más tontos, más malos, más corrompidos y perversos. "¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?". El "resultado técnico excelente" consiste en que el empresario, cumpliendo con su exclusivo deber de seguir su interés particular, alcance un movimiento comercial satisfactorio para la economía del país. Sólo al culpar al Gobierno por no "establecer los límites razonables" al desafuero de la juguetería y de su publicidad el ABC diverge del más puro rigor liberal, profesado por el Partido Popular, que en el caso, enteramente afín, de las máquinas tragaperras ha antepuesto, con mayor consecuencia, el interés particular de bares y locales a cualesquiera consideraciones del interés público, sin dejarse conmover por el espantajo de las ludopatías. Y, dicho sea de paso, tal rechazo del intervencionismo, tal confianza en la invisible sabiduría del mercado, tal actitud de laissez faire, hace tanto más arbitraria e inconsecuente la persecución del tráfico de drogas, mercancías éstas mucho menos dañinas y menos corruptoras que la juguetería, las máquinas tragaperras, los bingos y no digamos la publicidad. La droga es la única mercancía exceptuada del principio liberal de la indiferencia e inocencia de la mercancía en cuanto mercancía, principio que protege no sólo a la juguetería, las tragaperras y la publicidad, sino incluso al armamento.
Estado y socialidad
4. Pero ¿qué implica el que ABC, después de exonerar, conforme a la más pura doctrina liberal, a fabricantes y publicitarios de toda responsabilidad pública o social, inculpe al Gobierno por su falta de intervención en el asunto de la juguetería, sino que, sabiéndolo o sin saberlo, reconoce la realidad de que el Estado ha llegado en verdad a convertirse -¡mire usted por dónde!- en el último y único depositario de la socialidad? En efecto, el abandono y el desentendimiento de todo papel social y toda responsabilidad pública por los particulares ha hecho que, por dura, indeseable y acaso inesperada que pueda parecer la conclusión, ya no haya más vestigio de sociedad humana algo menos que episódica y precaria que el absorbido y conservado por determinadas atribuciones del Estado; atribuciones, por cierto, cada vez más amenazadas, a mayor gloria del liberalismo, también, de supresión, ya que, a mi juicio, es desde aquí desde donde hay que valorar las tendencias voluntarias o inerciales, programadas o espontáneas, y no sólo de facciones como el Partido Popular, hacia un Estado mínimo. Aspiración o desiderátum liberal que, a poco buen sentido que se tenga, bien se puede apreciar cuán engañosa o mentirosamente se despacha por reivindicación de una sedicente o pretendida sociedad civil. En medio de la universal privatización y desocialización de los particulares en el sistema de la economía de mercado, la doctrina del Estado mínimo viene, así pues, a aspirar, sabiéndolo o ignorándolo, no ya a reivindicar la primacía de una sociedad civil -sólo existente, al menos hoy en día, como un fantasmagórico embeleco suscitado por puras necesidades ideológicas y a veces demasiado sospechosamente ad hoc, pues, por no haber, ya no hay ni sociedad a secas-, sino a suprimir las últimas instancias y atribuciones de mantenimiento, gestión y mediación de una socialidad humana que, delegada o más bien abandonada en manos del Estado, no puede, por otra parte, ser más que indirecta, amén de condicionada, abstracta y sumamente artificiosa.
5. (Antes de proseguir, detallaré que el tachar de asocialidad a los principios de irresponsabilidad del empresario y el publicitario respecto del contenido y el sentido público de su actuación y de la indiferencia e inocencia de la mercancía en cuanto mercancía responde a la consideración de que sería a tenor de esos principios como el tráfico de la compraventa elude cualquier posible vínculo social, por cuanto el consumidor es ignorado en su naturaleza de persona y reducido a instrumento del furor del lucro, eufemísticamente objetivado como "maximalización del beneficio", y todo ello, a su vez, bajo el criterio de tener por socialidad propiamente humana tan sólo a la que comporta consubjetividad, que es reconocimiento del prójimo en su condición de sujeto, o sea, como fin en sí mismo).
6. Pero lo que me produce mayor desolación, mayor desesperación, alcanzándome a veces como una turbadora sombra de terror, es el aplauso. Cuando, pasando rápidamente los canales, oigo que, como coincide a menudo, hasta desde tres de ellos simultáneamente se desborda la conocida cascada del aplauso (¿cuántos aplausos en cada programa? ¿cuántos en cada cadena? ¿cuántos en sólo un día de televisión?) me represento la pesadilla de una sociedad de incesantes, incondicionales e impertérritos aplaudidores. La risa y el aplauso, en la televisión, se desencadenan prácticamente al nivel cerebral de la reflexología pauloviana: están condicionados para saltar automáticamente a la vista de las etiquetas "para reír", "para aplaudir", y, en consecuencia, indiscriminadamente, incondicionalmente con respecto al contenido: "Cuando te digan perro, meneas el rabo". Un chiste, la palabra lo dice, es para reír, luego es gracioso por definición.
Libertad de expresión
7. El aplauso se contrapone al silbido, al pateo y al lanzamiento de verduras o huevos podridos. La libertad del público y, más en general, el primer balbuceo de la libertad de expresión consiste en la facultad de adoptar una cualquiera de cada par de opciones contrapuestas. Pero tampoco es que haya simetría, y el hecho de que Dios, el emperador o el tirano muestren una insaciable sed de alabanzas y prohíban y condenen como blasfemia o delito sus opuestos debería bastar para sentir el género mismo de lo laudatorio, aprobatorio, aclamatorio, aplauditorio, etcétera como altamente sospechoso a priori y por sistema. Inversamente, la claque interna de aplaudidores sobornados por la gerencia del teatro ha sido siempre legal y bien mirada, mientras que una claque externa de reventadores, incluso no venales, sería inmediatamente perseguida por las autoridades. Aun más, el silbido y el pateo fueron siempre tenidos por cosa de mal gusto, inelegante, zafia y hasta reprobable: en el inconsciente de la burguesía la siempre temida imagen de "lo subversivo" parece acechar detrás de toda muestra de desaprobación por tolerada y legítima que sea en la materia concerniente.
Esta falta de simetría hace que la piedra de toque de la libertad de expresión nunca haya sido cualquiera de las dos opciones indistintamente, sino particularmente el pateo, la desaprobación, la crítica, que son los que padecen entredicho. Y, en efecto, un Estado con censura envuelve la atmósfera pública en una ridícula nube sonrosada de alabanza, aprobación, aclamación y aplauso general y permanente. Y, a este respecto, en los años de posguerra se contaba aquel patético y deprimente chiste de unos que se presentaban con un camión de sardinas en la plaza de un pueblo de Badajoz (donde no se pronuncia la ese final), y al gritar su pregón "¡Sardinaa vivaa!" toda la población reunida en torno clamaba una sola voz: "iVivaa!".
es escritor.
Babelia
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