El estado de Clinton
SE ACABÓ la lectura de labios y la mayor o menor fiabilidad de las promesas electorales. En su discurso sobre el estado de la nación del miércoles pasado, el presidente Clinton esbozó la dura medicina que quiere imponer a su país para enderezar sus males económicos y devolverle la prosperidad perdida. De hecho escogió el camino exactamente inverso al tomado 12 años antes por Ronald Reagan. En 1981, Reagan bajó los impuestos, subió los gastos de defensa e introdujo a Estados Unidos en una espiral imparable de déficit presupuestarios gigantescos.Ahora, Clinton propone subir los impuestos de los individuos que ganan más de 30.000 dólares anuales (3,3 millones de pesetas aproximadamente), incrementar el tipo marginal del impuesto sobre la renta del 3 1 % al 36%, introducir un nuevo impuesto sobre la energía y otro sobre la riqueza, subir el impuesto de sociedades del 3,4% al 36%, crear incentivos a la inversión. También propone reducir drásticamente el gasto público, de modo que en 1997 el déficit presupuestario previsto quedaría reducido en 140.000 millones de dólares (aproximadamente 14 billones de pesetas) y se situaría en 206.000 millones de dólares (21 billones de pesetas).
¿Significa esto que Clinton rompe sus promesas de que sólo pagarían los más ricos? Probablemente. ¿Se trata, como ha afirmado el senador Bob Dole, líder de la minoría republicana, "de agarrarse la cartera'? Parece que no; en este caso, Clinton considera más importante curar al país que ajustarse al pie de la letra a compromisos electorales; el mensaje ha sido "sufrir ahora para disfrutar mañana". Se trata, en palabras del presidente, de demostrar que "el Gobierno puede, al mismo tiempo, preocuparse de la gente y cuidar de su dinero". A juzgar por la reacción, la ciudadanía acepta de buena gana el mensaje: el 80% de los norteamericanos ha respaldado el plan de Clinton.
De un solo golpe, con un solo discurso de menos de una hora, el presidente cambió el tono moral del país. Ha anunciado una verdadera revolución social, no sólo un enderezamiento económico. No sólo se trata de ahorrar y de estimular la inversión, sino de introducir cambios sustanciales en el funcionamiento de la sociedad: reestructurar la seguridad social, aligerar el peso del sistema de sanidad; cambiar el sistema educativo; modificar la financiación de las campañas electorales, cuyos métodos recuerdan crecientemente a los tan corrompidos de algunos países de Europa; disciplinar la anarquía reinante en la adquisición y posesión de armas, una práctica que tanto escandaliza a la comunidad democrática.
Así, Clinton, que no ha recibido de su predecesor la herencia más sencilla, parece por fin haber tomado firmemente las riendas del poder. Lejos de responder a la imagen que muchos esperaban -un vaquero inexperto con la pistola al cinto-, sus primeras acciones en política exterior rehuyeron el aventurerismo y establecieron un tono de firmeza y sensatez en la presidencia: véase, por ejemplo, su moderación al sumarse a los esfuerzos internacionales de paz en la antigua Yugoslavia. Pero ahora, además, se ha puesto a hacer aquello para lo que le eligieron sus compatriotas: rescatar a la sociedad de la depresión en que se encontraba y tal vez conseguir adherirla a la común tarea de gobierno, corrigiendo la tendencia oligárquica.
Si lo consigue, Clinton hará olvidar a John Kennedy, con cuyas formas reformistas se le quiere comparar; lo que es más, borrará la impresión primera de que su liderazgo recordaba peligrosamente a la blandura de Jimmy Carter.
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