_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La guerra florida

Mario Vargas Llosa

Un representante a la Asamblea del Estado de Carolina del Norte fue sorprendido haciendo tráfico de influencias para ganarse unos dólares; entonces, en vez de llevarlo a los tribunales, el FBI le propuso que colaborara con la policía, haciendo de anzuelo en una emboscada a sus colegas congresistas. Aquél aceptó y comenzó a ofrecer dinero -cantidades más bien modestas- a los parlamentarios norcarolinos que se comprometieran a votar por una ley en discusión. Cerca de una treintena cayeron, como mansos corderos, en la trampa. Y acudieron a un cuarto de hotel, contiguo a la Asamblea, donde fueron filmados y grabados recibiendo y agradeciendo los mil, dos mil y cinco mil dólares de la transacción. Todos ellos han sido desaforados y varios cumplen ahora condenas de cárcel o esperan el veredicto del tribunal.Cuando veía, en la televisión, hace unos días, un programa sobre aquel episodio, me preguntaba en cuántos países del mundo se estima lícito que el propio Estado se valga de estratagemas de esta índole, destinadas a medir la honradez del hombre público: inducirlo al delito para poder sancionarlo. En Estados Unidos es frecuente, como, también, considerar que para quien ejerce una función oficial las faltas nunca prescriben. Cualquiera puede desenterrarlas y retrotraerlas desde el más remoto pasado a fin de destruirlo.

Es lo que le ocurre, en estos días, a un senador por el Estado de Oregón, en Washington, quien probablemente tendrá que renunciar al Capitolio, luego de comparecer ante una Comisión del Congreso a responder a cargos de acoso sexual. Veintiséis mujeres lo acusan de iniciativas que el italiano promedio perpetra diez veces al día, el español ocho y el suramericano dieciséis: haberlas cogido por la cintura, soplado en la ore a, besado en el cuello, piropeado o mirado libidinosamente. Algunos de estos deslices del senador son recientes, pero otros se remontan a quince y veinte años atrás. Y encabeza la campaña contra el parlamentario un órgano de expresión tan influyente como The Washington Post.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Me tocó seguir desde Boston los últimos meses de la lid presidencial. La simpatía por Clinton de los principales medios de comunicación era tan reluciente como la antipatía que les inspiraba Bush, a cuya derrota contribuyeron casi tanto como el propio Partido Republicano con su distraída campana montada en torno a los "valores de la familia", cuando lo único que interesaba al electorado eran el paro, el déficit y la recesión. Pero cualquiera que no esté familiarizado con las costumbres parricidas de Estados Unidos en lo que concierne a la vida cívica se hubiera llevado una sor presa mayúscula al comprobar que, a la semana -sí, a los siete días apenas- de asumido el cargo, el presidente Clinton parecía ya el enemigo número uno de los medios, y, entre ellos, de los que, como The New York Times o las grandes cadenas televisivas -ABC, CBS o NBC-, habían sido sus más entusiastas valedores. A las críticas iniciales -indecisión, in consecuencia con las promesas electorales por no bajar los impuestos de la clase media y excesiva consecuencia con ellas por pretender levantar la prohibición a los homosexuales en las Fuerzas Armadas, como anunció- ahora se suman otras, contradictorias, de machista y antiétnico, por no haber nombrado suficientes mujeres, negros e hispanos en la administración, o de sexista obsesionado, por compartir demasiadas responsabilidades con su esposa, Hillary, y por su empeño en nombrar a una mujer como Procuradora General, lo que tiene vacío el cargo, pues sus dos candidatas no han calificado ante el Congreso (ambas habían contratado, alguna vez, niñeras que eran inmigrantes ilegales).

Detrás del escrutinio sistemático de la vida oficial o privada de quien desempeña un cargo público no hay que ver, solamente, la avidez de unos medios de comunicación que necesitan el escándalo, ni el frío cálculo de instituciones y personas -policías, fiscales, reporteros, políticos- que se prestigian y se encumbran desprestiglando y desmoronando a los demás. Hay que ver, sobre todo, un vasto consenso social a favor de esas implacables prácticas, una opinión pública que aprueba y se solaza con aquellos usos y métodos, y que, cuando de semejantes cacerías resultan unas presas chorreando sangre, aplaude a rabiar.

Considerar a quien desempeña una función oficial de cualquier índole, o tiene una representación cualquiera, un enemigo potencial, alguien de quien se debe recelar, esperar lo peor, a quien es preciso vigilar, someter a continuos retos, exigirle unas credenciales y comportamientos impolutos, o cuando menos más elevados que al promedio, y, a la primera debilidad o tropezón, tocar a degüello y blandir los puñales ¿es saludable o perjudicial para la sociedad?

Por lo pronto, es verdad que provoca a veces injusticias Una, flagrante y recientísima, que he seguido de cerca, ocurre en estos días en el Estado de Massachusetts, donde, desde hace un par de meses, diarios, canales y radios se encarnizan contra John R. Silber, el rector de la Boston University. Cuando fue elegido para el cargo hace diecisiete, aquél era un centro académico de segundo o tercer nivel, una Universidad aplastada por el prestigio de Harvard y MIT, colosos con los que tenía que coexistir a pocas cuadras de distancia. Hoy, gracias a la energía volcánica de Silber, Boston University ha multiplicado su presupuesto 25 veces, lo que le permite desarrollar ambiciosos programas nuevos y atraer académicos y especialistas prestigiosos de todo el mundo (por ejemplo, los Premios Nobel Elie Wiesel y Derek Walcott enseñan allí), y algunos de sus departamentos están a la vanguardia, entre las universidades de todo el país.

Frente a estos logros, las imputaciones que llueven contra el rector parecen bastante escuálidas: haber usado fotocopiadoras y faxes de la Universidad durante su campaña política para gobernador, hace cuatro años; haber recibido un préstamo en condiciones más ventajosas que las del mercado por decisión del Patronato de la Universidad y haber llegado sus ingresos, sumando salario y gratificaciones, el año noventa y uno, a unos cuatrocientos mil dólares, suma muy por encima de lo que gana cualquier otro rector. Ninguna de estas faltas constituye delito; sólo si se comprueban- impropiedades, inelegancias, excesos que no debería autorizarse a sí mismo, por razones éticas y estéticas, quien preside una Universidad. Pero pese a ello, y pese a que quien hizo pública la denuncia es una secretaria despedida y pudo actuar por venganza, hay en Boston, de la izquierda (The Boston Globe) a la derecha (The Boston Herald), una fuerte presión pidiendo la cabeza de alguien que ya quisieran para sí muchos centros académicos del mundo entero.

El presidente Clinton, su esposa, Hillary, el rector Silber, el senador mano larga, las defenestradas abogadas que postulaban a la Procuraduría General, no son víctimas de la envidia y el rencor que despierta siempre el éxito (aunque en Estados Unidos haya envidiosos y rencorosos como en cualquier país del mundo), porque en este país nada hay más respetado, promocionado y codiciado que el éxito -lo que tiene un sesgo enormemente beneficioso para Pasa a la página siguiente

La guerra florida

, 1993.Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas, reservados a Diario EL PAÍS, SA, 1993.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_