Una victoria y una derrota
"Muros de piedra no hacen una cárcel, ni barras de hierro una jaula", escribe Salman Rushdie. El escritor angloindio, de 45 años, no vive en una cárcel, pero sí en clandestinidad, condenado al ostracismo desde que el ayatolá Jomeini lanzó contra él una condena a muerte por las blasfemias contenidas en su libro Los versos satánicos. El próximo día 14 se cumplen cuatro años. Es un largo periodo de miedo, frustración, rabia y esperanza que el escritor angjoindio explica en un largo artículo, que EL PAÍS publica en tres entregas, hoy la segunda. El autor de obras como Hijos de la medíanoche, que ganó el Booker Prize, máximo galardón de las letras británicas, o Vergüenza narra en su artículo, con ironía, humor y también amargura, lo que han sido estos cuatro años desde aquel lejano 14 de febrero de 1989 cuando, al enterarse de la condena de Jomeini, se creyó hombre muerto. El primer año y medio fue de silencio casi absoluto, para no complicar más las cosas y perjudicar la seguridad de los rehenes occidentales en Líbano. La liberación de éstos mejoró su situación, y su primer viaje a Estados Unidos, entre fortísimas medidas de seguridad, le abrió las puertas a nuevos desplazamientos.Cuatro años que se resumen en una victoria y una derrota: "Una victoria, porque estoy vivo a pesar de ser descrito por un amigo como un hombre muerto que está de permiso. Una derrota, porque todavía estoy en esta cárcel", dice Rushdie. El escritor ha concebido nuevas esperanzas. El pasado 4 de febrero, el escritor anunció que de forma gradual saldría a la luz, "sin asumir riesgos estúpidos".
En 1992, tres iraníes fueron expulsados de Gran Bretaña. Dos de ellos trabajaban en la misión iraní en Londres, el tercero era un estudiante. A través del Foreign Office se me dijo que eran espías y que indudablemente estaban en Gran Bretaña por cuestiones relacionadas con el cumplimiento de la fatwa.Y el traductor italiano de Los versos satánicos estuvo a punto de morir asesinado, y el traductor japonés fue asesinado. En 1992, la policía japonesa dio a conocer los resultados de su investigación, que había durado 12 meses. En su opinión, los asesinos eran terroristas profesionales de Oriente Próximo que habían entrado desde China.
Mientras tanto, un comando terrorista asesinó en París al ex primer ministro Bajtiar. Le cortaron la cabeza. Otra partida mató en Alemania a un cantante iraní disidente. Lo despedazaron y metieron los trozos en una maleta.
No hay nada muy teórico en todo esto.
Inglaterra es un pequeño país y está lleno de gente, y mucha de esa gente es humanamente inquisitiva. No es un país en el que resulte fácil desaparecer.
En una ocasión me encontraba en un edificio que necesitaba dejar, pero se había reventado la tubería de la calefacción central justo fuera del vestíbulo y habían llamado a un fontanero. Un oficial de la policía tuvo que distraer la atención del fontanero para que yo pudiera deslizarme por detrás mientras éste volvía -la cabeza hacia el otro lado.
Así de cerca.
Una vez estaba en una cocina cuando un vecino apareció inesperadamente. Tuve que meterme detrás del fogón y permanecer allí, agachado, hasta que se fue.
Así de cerca.
Otra vez me encontré en un embotellamiento de tráfico al lado de la mezquita de Regent's Park justo en el momento en que los fieles iban saliendo de las oraciones de Pascua. Estaba sentado en la parte de atrás de un Jaguar blindado con la nariz hundida en The Daily Telegraph. Mis protectores me gastaron bromas diciéndome que era la primera vez que me habían visto tan interesado por ese periódico.
Vivir así significa sentirse degradado cada día, sentir pequeños nudos de humillación acumulándose alrededor del corazón.
Vivir así significa permitir a la gente -incluida la propia esposa- llamarle a uno cobarde en la primera página de los periódicos. Esa gente estaría dispuesta, sin lugar a dudas, a hablar bien de mí en mi funeral. Pero vivir, evitar el asesinato, es una -victoria mayor que ser asesinado. únicamente los fanáticos van en busca del martirio.
Tengo 45 años y no puedo dejar mi lugar de residencia sin permiso. No llevo la llave de la puerta de la casa donde paro. A veces hay malas rachas. Durante: una mala racha -no puedo explicar cuál fue- dormí en 13 camas diferentes en 20 noches. En tales momentos, un gran temblor salvaje se apodera del cuerpo. En tales momentos uno empieza a desprenderse de sí mismo.
He aprendido a desprenderme de las cosas. Desprenderme de la cólera, y de la amargura. Volverán más tarde, lo sé. Cuando las cosas vayan mejor. Tendré que enfrentarme a ellas entonces.
En este momento mi victoria estriba en no estar destrozado, en no destruirme a mí mismo. Estriba en continuar trabajando.
Ya no hay rehenes. Por primera vez en años puedo luchar para defender mi posición sin ser acusado de dañar los intereses de nadie más. He venido luchando tan duramente como me es posible.
Como todo lo demás, yo me alegré del fin del terrible sufrimiento de los rehenes de Líbano. Pero las personas más activas en la campaña de mi defensa, Frances d'Souza y Carmel Bedford en Article 19, sabían que el enorme alivio que todos sentimos con la conclusión de ese terrible capítulo consyituía también un peligro. Tal vez la gente no quiera prestar atención a alguien que dice: perdonen, todavía existe un problema más. Tal vez yo haya sido visto como una especie de aguafiestas. Por otra parte, hubo rumores persistentes de que el Gobierno británico estaba a punto de normalizar las relaciones con Irán y de olvidar por completo el caso Rushdie. ¿Qué hacer? ¿Callar y seguir confiando en la diplomacia silenciosa, o hablar claro?
- En mi opinión, no había alternativa. La liberación de los rehenes había puesto al fin en libertad mi lengua. Y resultaría curioso librar una guerra por la libertad de expresión permaneciendo en silencio. Quedamos en hacer la campaña tan clamorosa como fuera posible, para demostrar al Gobierno británico que no podía permitirse ignorar el caso, y para procurar y reavivar] la clase de apoyo internacional] que demostrara al Estado terrorista Iraní que la fatwa estaba perjudicando tanto sus propios ihtereses como los míos.
En diciembre de 1991, pocos días después de la liberación del último rehén estadounidense, Terry Anderson, se me permitió finalmente entrar en Estados Unidos para hablar del 200º aniversario del Bill of Rights (1) por la Universidad de Columbia. Los planes para el viaje fueron una pesadilla. Hasta 24 horas antes de partir no supe que se me había autorizado a ir. Se me dio permiso para viajar en un avión militar, un gran favor al que estoy inmensamente agradecido. (Esto habría quedado totalmente en secreto de no ser porque un periódico sensacionalista británico consideró conveniente publicar el hecho y luego culparme a mí de poner en peligro a la RAF).
El momento de la partida fue de lo más emocionante. Era la primera vez que yo salía de Gran Bretaña en casi tres años. Por un momento, la jaula parecía un poco más grande. Luego, en Nueva York, me esperaba una caravana de 11 vehículos, completada con una escolta de motoristas. Me metieron en una limusina blanca y atravesamos Manhattan a toda velocidad. "Esto es lo que haríamos para Arafat", me explicó el jefe de la operación. Pregunté tímidamente: "¿Y para el presidente?". Para el presidente se cerrarían muchas más calles laterales, "pero en su caso pensamos que podía ser un poco demasiado visible". Dijo esto sin la mejor ironía. El Departamento de Policía de Nueva York es muy concienzudo, pero no gasta muchas bromas.
Pasé el día en una suite de un piso 14 con al menos 20 hombres armados. Las ventanas estaban tapadas con tejido acolchado a prueba de balas. Al otro lado de la puerta había más hombres con armamento y unos músculos del tamaño de los de Schwarzenegger. En esa suite recibí una serie de visitas que deben permanecer en secreto, excepto, quizás, una. Pude tener un encuentro con el poeta Allen Ginsberg durante 20 minutos. En cuanto llegó, echó al suelo los cojines del sofá y se sentó en uno de ellos. "Quítate los zapatos y siéntate", dijo. "Voy a enseñarte algunos ejercicios sencillos de meditación. Te ayudarán a controlar tu terrible situación". Nuestro mutuo agente literario, Andrew Wylie, estaba allí y yo quise que él también los hiciera, lo que, refunfuñando un tanto, hizo. Mientras hacíamos nuestras respiraciones y entonábamos nuestras salmodias yo pensaba en lo extraordinario que era para un indio de naci
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