El poder y la hipocresía
Resulta que los serbios sólo admitieron los acuerdos de la Conferencia de Ginebra a regañadientes, y a condición de que su Parlamento los ratificara. En cualquier caso, esta actitud supone malos presagios para el futuro; significa claramente que el objetivo político actual de los serbios es alejar el fantasma de una intervención internacional, continuar la limpieza étnica en las zonas conquistadas y mantener su Ejército y las milicias, con o sin acuerdo, en estado de guerra.Paradójicamente, los serbios de Milosevic y Karadzic no son los únicos culpables; Europa, sobre todo la Europa de los Doce, tiene una terrible responsabilidad en este asunto. Haber permitido a Alemania, sin duda a cambio de su aceptación del compromiso de Maastricht, que precipitara el proceso de descomposición de la antigua Yugoslavia mediante el reconocimiento unilateral de Croacia y Eslovenia, y sin que se reconociera el principio del respeto a las minorías: ése es su crimen. Milosevic, utilizando demagógicamente un nacionalismo bárbaro, lo ha. aprovechado para hacer realidad su proyecto de la Gran Serbia. Y le ha dado una expresión ideológica: la limpieza étnica. La nación serbia será, pues, pura.
Si bien el paso sin transición de la burocracia poscomunista al nacionalismo más agresivo no es algo específico de los serbios (los croatas no tienen nada que envidiar a sus adversarios en este aspecto), Milosevic y las milicias han llevado esta dinámica infernal hasta el final. ¿Cuál es su objetivo último? En contra de lo que afirma una campana cargada de contrasentidos históricos que compara a Milosevic con Hitler, el objetivo no es; un régimen al estilo nazi: ni el exterminio, ni las violaciones, ni los desplazamientos de población pueden compararse a la locura hitleriana del holocausto. De hecho, el sistema de Milosevic es más bien comparable a un régimen de tipo surafricano, una especie de apartheid europeo en la misma Europa. Así, mientras que Suráfrica cambia lentamente, Europa avanza hacia el apartheid en la, antigua Yugoslavia. Y esta tendencia se une a una corriente, ciertamente minoritaria, pero que se afirma en Europa casi por doquier: la del retorno del etnicismo, de la xenofobia, del racismo.
La guerra de agresión. librada por los serbios contra los bosnios (los únicos que han reconocido el principio del pluralismo étnico y cultural en su referéndum constitucional) sólo se terminará si hay una. garantía internacional que obligue a los serbios a respetar los acuerdos de Ginebra. En realidad, abandonada a sí misma, es inevitable que la lógica puesta en práctica por los serbios se extienda a Kosovo y tal vez a Macedonia. Porque si los serbios quieren controlar al mismo tiempo a sus minorías no serbias y a los serbios fuera de Serbia se verán obligados a reforzar su apartheid. La estrategia de Milosevic y Karadzic llevará ineludiblemente a futuras explosiones. Ninguna solución política será, pues, eficaz mientras el régimen serbio no sienta una amenaza permanente sobre él. Y sólo una intervención de la comunidad internacional, política pero también militar si es necesario, podrá desbloquear la situación. Esta intervención no debe tener como único fin el intimidar a los serbios, sino también el obligarles a renunciar al régimen de terror que han instaurado y a la política de purificación étnica.
Dos medios, y sólo dos, se ofrecen a la comunidad internacional: uno es levantar el embargo de armas con destino a Bosnia y permitir a las víctimas que se defiendan. Esto es lo que reclaman en la actualidad los bosnios. Pero hay que sopesar lo que una decisión así implicaría: significaría la intensificación de las matanzas, la imposibilidad de la paz, la entrada en liza de Turquía, de Irán y de Grecia. Esta solución, por lógica e igualitaria que pueda parecer, es de hecho muy peligrosa. Corre el peligro, por culpa de los serbios de Milosevic y Karadzic, de transformar este conflicto en una guerra cristiano-islámica en pleno corazón de Europa.
La segunda solución sería intervenir militarmente contra los serbios. Pero una intervención militar sin un proyecto político sería igualmente catastrófica. En realidad, el acuerdo obtenido en Ginebra hace posible una intervención militar si los serbios rechazan someterse a él. Porque constituye un compromiso, ciertamente imperfecto, pero aceptado por todos. Algunos dicen que con una intervención se corre el riesgo de radicalizar el conflicto actual, incluso de extenderlo. Efectivamente, es un riesgo. Pero ¿qué es mejor? ¿Dejar que continúen las matanzas, las violaciones, las deportaciones por los serbios, u obligarles a renunciar a ellas, por la fuerza si es necesario? Una intervención militar debe tener como objetivo, precisamente, la neutralización de las milicias serbias y, si es necesario, del Ejército de Mílosevic. A los que hablan de una acción puramente simbólica, conviene responderles: sí, en ese caso, los serbios radicalizarán militarmente su agresión.
¿Pero quién intervendrá? Europa, desde el comienzo del conflicto, alega dificultades técnicas; en realidad, ningún Estado quiere hacerse cargo de la responsabilidad de la intervención. Los alemanes hablan mucho pero se niegan a actuar; además, ¿por qué habrían de hacerlo ahora que sus amigos croatas están, de momento, a salvo? Los ingleses se apresuran a abandonar el barco, porque aparentemente no hay intereses inmediatos para ellos en este asunto. Francia se contradice continuamente: un día está a favor, el otro en contra de la intervención. Divididos, los europeos no pueden hacer nada. Pero unidos podrían actuar eficazmente. Los hay, por supuesto, que sueñan con una intervención estadounidense a falta de una europea. Pero esto sería agravar aún más la situación. Porque si Estados Unidos pasa a la acción, no será por amor a Europa, ni mucho menos por el simple respeto hacia los derechos humanos. Defenderá en primer lugar sus propios intereses. Y no es el último de sus intereses el abrir un absceso en el flanco de esa Europa a la que acusa de hacerles la guerra comercial.
La intervención, si los serbios rechazan el compromiso de Ginebra, debe ser europea e internacional; Europa puede sacar partido de ella bajo dos condiciones: a) que, por una vez, la participación estadounidense esté efectivamente sometida al Consejo de Seguridad y por tanto a la ONU. Europa y la comunidad internacional podrían imponer una estrategia que no abrace directamente los intereses individuales de Estados Unidos (en contra de lo que está ocurriendo, por ejemplo, en Somalia); b) que esta intervención esté subordinada a una solución política, basada en el rechazo de la estrategia étnica en los Balcanes. Esta segunda condición es fundamental, porque también tiene la función de prevenir las futuras explosiones con que amenaza la caldera del etnicismo serbio.
Pero ¿tendrá Europa el valor de tomar esa decisión? ¿Tendrá la fuerza y la voluntad de hacer funcionar al Consejo de Seguridad fuera de la hegemonía norteamericana? Lo que ocurre actualmente en Irak trae malos recuerdos. Las aviaciones francesa e inglesa se movilizan allí para defender los intereses bien concebidos de Occidente, según la definición estadounidense. Sin embargo, no podrá evitarse que la opinión pública mundial, y especialmente la musulmana, piense en la diferencia de tratamiento entre Irak y la Serbia de Milosevic y las bandas asesinas de Karadzic: la intervención militar contra Sadam Husein, que se propone recuperar material (respetando, por otra parte, una decisión del Consejo de Seguridad que se lo permitía, si bien es cierto que bajo control internacional); el silencio y quizá la complicidad frente al genocidio del que son víctimas los musulmanes bosnios. En resumen: la potencia de fuego al servicio de los intereses bien concebidos, la hipocresía moral ante unos valores que funcionan según la regla ya establecida en este nuevo orden mundial de doble rasero.
Sami Naïr es profesor de Ciencias Políticas, autor de Le différend méditerranéen.
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