La competitividad industrial, los sindicatos y el Gobierno
La industria española atraviesa por una mala etapa. Su producción y sus inversiones se encuentran prácticamente paralizadas desde hace tres años. Conviene, por ello, analizar en qué medida esta situación es un reflejo de sus debilidades competitivas y en qué grado ha podido contribuir a acentuarlas, precisamente cuando ha de afrontar con más intensidad el reto que suponen el Mercado único Europeo y la Unión Europea. Conviene, asimismo, reflexionar acerca de la incidencia que sobre su estado actual han tenido la política económica seguida en los cuatro últimos años y los comportamientos del Gobierno, los empresarios y los sindicatos.Medida por su cuota de participación en la oferta mundial de productos, la competitividad de las manufacturas españolas ha experimentado un considerable incremento en los 26 años comprendidos entre 1966 y 1992. En efecto, la participación en las exportaciones de los países desarrollados representados en la OCDE se ha multiplicado por 2,87. desde 1966, alcanzando en 1992 un porcentaje de 2,3, que probablemente es muy similar al que representa su producción respecto al mismo conjunto de países. En el mismo periodo, el valor añadido respecto a las manufacturas de la CE ha pasado de un 4,6% a un 7,5%, lo que supone un considerable aumento.
Esta evolución ha sido posible por una convergencia en los niveles de productividad del trabajo con los países más desarrollados, y, en concreto, con los comunitarios. En 1966, la productividad obtenida en las manufacturas españolas era un 57,3% de la media comunitaria, mientras que en 1992 era ya de un 91,1%. Este acercamiento ha permitido compatibilizar aumentos en los salarios españoles, medidos en moneda común, con un mantenimiento de inferiores costes laborales por unidad de producto.
Esto no quiere decir que no existan problemas de competitividad. Se manifiestan en su inferior productividad respecto a la media comunitaria, principalmente atribuible a las ramas más tradicionales, más controladas por el capital autóctono y más pobladas por pequeñas empresas. Y, sobre todo, en la reducida tasa de cobertura del comercio exterior, en gran medida imputable al comportamiento de las ramas más intensivas en tecnología y más controladas por el capital extranjero.
En el acercamiento a la media comunitaria de los niveles de productividad del trabajo obtenidos en nuestras manufacturas ha sido clave el periodo 1985-1988, de considerable expansión de la demanda y la producción en España. En cambio, en los años transcurridos desde el final de esta etapa se ha mermado su posición comparativa en cuanto a productividad.
Evolución coyuntural
Pero, en mi opinión, resulta claro el carácter fundamentalmente coyuntural de esta evolución: el acercamiento a la media comunitaria en los niveles de productividad del trabajo obtenidos en nuestras manufacturas -como el aumento en la cuota de la producción a que ha dado lugar- ha seguido una pauta temporal procíclica: ha sido muy intenso en las fases expansivas y, con frecuencia, se ha transformado en retroceso en las fases recesivas. Ello ha sido la expresión de un crecimiento de la demanda sujeto a oscilaciones cíclicas más acentuadas, consecuencia de nuestro menor nivel de renta per cápita y de nuestra mayor tendencia a los desequilibrios de comercio exterior y precios. En cambio, las fases recesivas han impulsado las exportaciones, haciéndoles ganar peso en las de la OCDE, como ha ocurrido en los tres últimos años.La disminución relativa de la productividad de la industria española que ha tenido lugar de 1988 a 1992 ha tendido a encarecer sus costes relativos y, por consiguiente, a reducir su competitividad. Para mantenerla, habría sido necesario contrarrestar esta tendencia a la baja de la productividad, con un menor crecimiento relativo de los salarios.
Sin embargo, los salarios respecto a la CE aumentaron de un 67% a un 73,6% de 1988 a 1992. Por consiguiente, los productos españoles tendieron a encarecerse, como, por otra parte, indican tanto la evolución de los costes laborales nominales unitarios, medidos en moneda común, como la de los precios, también medidos en moneda común.
Hay que tener en cuenta, no obstante, que los precios son sólo uno de los diversos factores de competitividad. La calidad y otros aspectos de diferenciación del producto son también importantes. De otra forma, no se explicaría que la industria española pudiera tener problemas de competitividad con unos costes laborales por unidad de producto un 16,6% inferiores a la media de la CE. Sólo admitiendo que una menor productividad del capital diera lugar a un mayor coste unitario de éste, cabría seguir pensando en los costes como el factor principal de competitividad. Además, algunos estudios realizados muestran una escasa sensibilidad de las exportaciones españolas a los precios relativos en productos donde las posibilidades de diferenciación son elevadas. Por último, en coyunturas de infrautilización de las instalaciones productivas, como la actual, los costes medios son un mal indicador de la capacidad de competir en precios, porque los costes marginales son sensiblemente inferiores a ellos.
Por otra parte, el incremento relativo de los salarios señalado anteriormente se debió en un 50% a la evolución de los tipos de cambio. En efecto, cuando expresamos los salarios relativos en moneda común, el crecimiento puede deberse al alza de salarios españoles o a la apreciación de la peseta, que hace valer más el salario español. Pues bien, en el caso de España ambas cosas han influido por igual. No obstante, las dos devaluaciones realizadas recientemente han tendido a corregir la incidencia de la segunda de ellas, sin que su efecto se deje ver aún con claridad en los datos medios correspondientes al año 1992.
Ahora bien, ¿significa lo que acabamos de decir que no ha habido alza salarial al margen de la derivada de la apreciación de la peseta, o que ésta ha sido reducida? En absoluto. Los costes laborales reales unitarios han ascendido de 1988 a 1992 10 centésimas, prácticamente como lo hicieron de 1970 a 1975. Esto quiere decir que el productor ha debido dar 10 céntimos más a los asalariados por cada peseta ingresada, en sólo cuatro años. La razón de ello reside en que las fuertes subidas de los salarios en la industria no han podido ser seguidas ni por la productividad, que aumentaba a un ritmo mucho menor, ni por los precios de los productos, sometidos a la disciplina impuesta por la competencia exterior, y ya bastante afectados por la apreciación de la peseta.
Dos periodos
Lo que diferencia sustancialmente el periodo transcurrido de 1988 a 1992 del comprendido entre 1970 y 1975 es que, en este último, los salarios y los precios españoles crecieron mucho más que los del resto de los países comunitarios, mientras que de 1988 a 1992 la desviación ha sido muy inferior.Pero la consecuencia obvia del alza de costes laborales para el empresario es que su excedente bruto de explotación se ha reducido drásticamente, y con él su ahorro y sus inversiones. De nuevo, la diferencia con el periodo 1970-1975 es que esto no sólo ha ocurrido en España, sino también en el resto de los países comunitarios, aunque en alguna medida, y sin que ello pueda servir de consuelo.
Así, pues, en los últimos años, más que la posición competitiva de las empresas manufactureras españolas, se ha visto dañada su capacidad para fortalecerla a corto y medio plazo, debido a la reducción de los excedentes empresariales que las alzas salariales han provocado, que han limitado la inversión industrial, y con ella, las posibilidades de aumento de la productividad. El incremento de los costes financieros de las empresas ha contribuido al mismo hecho, al mermar la rentabilidad de los recursos propios.
Ahora bien, ¿las elevaciones salariales son un simple reflejo de la irresponsabilidad de los sindicatos, como a menudo parece creer y dar a entender el Gobierno? En mi opinión, encuentran una justificación no despreciable en el importante alza del precio de los servicios, principal causante de los incrementos del IPC con los que se indician los salarios industriales. Además, el aumento en el precio de los servicios grava directamente los costes de las empresas industriales que los consumen, y reduce su valor añadido por unidad de producción en pesetas corrientes.
Este encarecimiento de los servicios deriva, de una parte, de una elevada presión de la demanda sobre la oferta disponible; de otra, de excesivas regulaciones sobre sus mercados, que favorecen el que tales presiones se traduzcan en aumento de los excedentes empresariales, y, finalmente, del estancamiento de los niveles de productividad del trabajo que obtienen.
La dinámica del sector servicios aporta, pues, abundantes rigideces al conjunto de la economía, y obliga a prolongar y aumentar las medidas restrictivas para corregir los desequilibrios, dando lugar a una excesiva desaceleración de la demanda. Al limitar los avances de la productividad industrial, esta desaceleración perjudica, tanto o más que las elevaciones salariales, la capacidad competitiva de las empresas.
Responsabilidades
Resulta clara, por lo demás, la responsabilidad de las autoridades económicas en la evolución que ha caracterizado al sector servicios. Son limitados, sus resultados en el control de la demanda, en gran parte por su poca capacidad de control del gasto público y la ausencia de una política decidida contra el fraude fiscal. Y a ello se une la inexistencia de una política decidida de desregulación de los mercados de servicios, así como un mal funcionamiento de las empresas y administraciones públicas, oferentes de una parte relevante de ellos.Por otra parte, tanto al Gobierno como a sindicatos y empresarios cabe responsabilizar de la ausencia de una política industrial activa. Dirigiéndola, sobre todo, a favorecer la información (orientación) y modernización de las pequeñas y medianas empresas, habría favorecido un aumento de la productividad de la industria, que en alguna medida habría compensado las subidas salariales y habría ofrecido una vía de justificación para las peticiones de moderación salarial.
Y es que junto a la moderación salarial, que constituye la única receta que recomienda el Gobierno, es necesario situar la productividad. Nada asegura la relación mecánica, sobre todo en el ámbito de las pequeñas y medianas empresas, entre mayores excedentes empresariales -derivados de controles salariales- e incrementos de productividad.
Por cierto, que el Gobierno ni siquiera apuesta seriamente, en la práctica, por la moderación salarial, sólo conseguible con una mejor relación con los sindicatos. Su despreocupación es, desde luego, similar a la que posee por el aumento de la productividad, sólo alcanzable con una mayor preocupación por los empresarios, y una mejor relación con ellos.
Una política industrial decidida a modernizar el tejido industrial de un país que en pocos años ha acometido un proceso de apertura al exterior de enorme envergadura no sólo habría favorecido el aumento en la productividad, sino que habría contenido en cifras más moderadas el déficit del comercio exterior. Aún es tiempo.
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