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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El espectáculo total

Drácula de Bram Stoker

Dirección: Francis Ford Coppola.

Guión: James B. Hart, basado en la novela de Bram Stoker. Estados

Unidos, 1992. Intérpretes: Gary Oldman, Winona Ryder, Anthony Hopkins, Keanu Reeves. Estreno en Madrid Capitol, Luchana, La Vaguada, Ideal, Aragón, Espafia, Albufera, Velázquez, Parquesur y (en V. 0.) Arlequín.

Francis Ford Coppola -cineasta con tanto amor al riesgo que, desde sus comienzos y en cada nueva película que emprende, no hace otra cosa que volver a comenzar, como si redescubriera incesantemente el cine- maneja a estas alturas los grandes volúmenes y las profundidades de campo, los gestos y las réplicas hiperbólicas, las truculencias y los excesos, las composiciones majestuosas e incluso grandilocuentes con la agilidad que un miniaturista juega con pinceladas invisibles sobre un pequeño bastidor.Y, sin embargo, Coppola no hace cine retórico: su secuencia no es hueca ni engolada. Sus enormes tracas de imágenes -en las que maneja, sin un chirrido o desajuste en los engarces, incontables angulaciones y movimientos; personajes y puntos de vista; campos de luz y saltos de distancia; tiempos y acciones paralelas; aparatos escenográficos con riqueza y variedad digna de la época de esplendor del gran cine de estudio- funcionan con precisión matemática y en ellas funde un vasto material visual eludiendo la línea de menor resistencia -la escalada de truquerías electrónicas, peste del Hollywood actual, le es cada día más ajena y, por el contrario, afrontando las formas más refinadas del cine clásico de estudio, por el que Coppola siente una inclinanción reverencial. Le basta a Drácula su final -la carrera de los amantes contra la puesta de sol- para ser uno de los ejercicios de cine-espectáculo más trepidantes y sabios de que hay noticia.

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Coppola se inclina cada vez más al cine concebido como ópera romántica: comienza por todo lo alto con una zona introductoria de choque y, pese a la elevación del punto de partida, el desarrollo del filme lo alza más y más arriba, en busca de un estallido final que, aunque interiormente esté meticulosamente graduado y elaborado, tiene sabor a desmelenamiento y a resolución instintiva torrencial. La capacidad de este cineasta para inventar y combinar imágenes es de una fertilidad abrumadora, y ese sello de estilo, con diferentes intensidades, está en todas sus películas. Pero es en El padrino III y ahora en Drácula donde alcanza lo que parece -por ahora- insuperable: los alrededores del no va más.

Montador superdotado

Nada que ver con el cine concebido como circo -el amaño del más dificil todavía sino como música. La musicalidad se hace en el cine de Coppola cada vez más envolvente. E insistimos: musicalidad operística romántica, probablemente deducida de su tradición familiar italiana. Su concepción del Drácula de Stoker, que compagina la fidelidad a la novela con el mito de la Bella enamorada de la Bestia, es prueba de ello. La secuencia final de El padrino III en las escalinatas de la ópera de Palermo alcanza aquí su desarrollo pleno. Si la ópera ambicionó -y raras veces consiguió- ser un espectáculo total, en las manos de Coppola es el cine el que toma el testigo de esa noble ambición y la lleva a sus últimas consecuencias. Cineasta inteligente, a veces exquisito, a veces tosco y siempre desmesurado, Coppola, fiel a su fascinación por el cine del esplendor de Hollywood, busca un espectáculo total y lo consigue.

Se conjugan en Drácula una gran variedad de ingredientes interpretativos, plásticos, argumentales y poéticos, que la fortísima personalidad de Coppola homogeneíza hasta convertirlos en una sola cosa. Ante una moviola, Coppola se adueña de todo. Su olfato y su audacia para crear fantásticas escalas emocionales en clave musical no tienen límites. Es un montador superdotado, y esta virtud -hay que remontarse a Eisenstein, Hitchcock y Welles para encontrarle un colega a su altura- es vista como defecto por algunos sectores del patio de la cinefilia más miope. Por lo visto, ahora se acepta como genial el penoso desmontaje con que algunos cineastas de salón -pongamos por caso a Greenaway y otros posmodernos sustituyen su incapacidad para realizar el abc de un simple plano-contraplano.

No es de extrañar que a esta fauna le irrite Drácula, pues no aman realmente el cine, mientras Coppola da -y esto es lo mejor del filme- una de las más contagiosas lecciones de amor al cine -comenzando por el primitivo de barraca, que idearon Emerson y Lumière que se han visto últimamente en una pantalla.

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